Somos cómplices por acción o por omisión. Por silencio, por impotencia, por desidia, por cansancio, por precariedad propia, por sinvergüenza ajena… Puede haber muchas razones para la complacencia y para la complicidad con el (los) genocidio(s). Hay muchas razones y ninguna nos salva.
Comencemos por el principio. Europa es una entelequia en la que nos hemos sentido cómodas desde hace siglos. El continente que conquistó, ocupó, colonizó y usurpó vidas y recursos de casi todo el planeta hasta hace apenas 70 años —en caso de que algún optimista piense que ya no lo hace— presume de un discurso de derechos humanos y de una democracia que es tan de cartón piedra como nuestra falsa historia de un ‘progreso’ debido a nuestro esfuerzo, empuje y/o creatividad.
Si comenzamos a dominar/explotar el mundo cuando terminaba el siglo XV, desde 1815 a 1914, nos explicaba Edward Said, “el dominio colonial europeo directo se amplió desde más o menos un 35 por ciento de la superficie de la Tierra hasta un 85 por ciento” y básicamente lo hizo a costa de Asia y de África. No sería hasta después de la llamada Segunda Guerra Mundial cuando empezaran los grandes movimientos de descolonización que vieron nacer nuevos estados independientes formalmente, aunque atrapados en la telaraña colonial que las arañas occidentales nunca hemos aflojado.
Y nosotras hemos sido no sólo beneficiarias de los privilegios económicos, culturales, políticos y sociales de la condición de habitantes de las metrópolis, sino que, incluso desde las disidencias, hemos creído que se podía forzar a nuestros gobiernos a ir en contra de sí mismos —y de nosotros mismos— al trabajar para un mundo multipolar donde la autonomía de los pueblos fuera respetada. ¿Manifestarnos para pedirle a nuestro gobierno el qué, para despertar a nuestras vecinas y vecinos de qué ensoñación? Desde La Vorágine no sabemos si calificar de ingenuidad o de cinismo estas estériles reclamaciones. ¿Pedir a los matones que no vendan armas a sus colegas de mafia? ¿Exigir a los burócratas de la falsedad que reconozcan su complicidad con el mal? ¿Animar a las que nos beneficiamos del privilegio blanco y europeo a renunciar a él?
Un genocidio continuo y colonial
El genocidio —no cabe otro término— que se comete por parte de Israel en Gaza después de tantas décadas de ocupación está íntimamente relacionado con las ocupaciones euroestadounidenses de Irak y Afganistán, o con la masacre que comete Europa en sus fronteras con las y los migrantes del sur Global, o con la represión ‘democrática’ de las primaveras árabes, o con la situación inhumana que se vive en Haití, o, por poner un ejemplo más, con las 120.000 mil personas que están huyendo cada año y a pie desde el África oriental hacia la nada. Hablamos de la descomposición del frágil e injusto equilibrio que Europa, primero, y Estados Unidos, después, decidieron para el planeta postcolonizado. Salimos de los territorios pero no dejamos un control imprescindible para mantener la posición dominante —y todos los beneficios-privilegios que ello supone—. Y, ante las revueltas de ese Sur Global que siente la violencia radical del Norte, se produce lo que Achille Mbembe explica como “la emergencia de un Estado global securitario que busca normalizar un estado de excepción a escala mundial, donde las nociones de Derecho y de libertad que eran inseparables del proyecto de la modernidad quedan suspendidas”. En esas estamos y en esa realidad —la del Estado securitario global— se enmarca la brutal ofensiva de Israel sobre Palestina y Líbano.
Hoy se cumple un año del ataque de Hamas a Israel —terrible desproporción cuando hablamos de guerra entre pares y comparamos lo ocurrido el 7 de octubre con lo acontecido a partir del día 8— que le dio gasolina narrativa al gobierno hebreo para desatar un plan genocida que, evidentemente, tenía preparado desde mucho antes. Algún analista considera que Hamas ha triunfado de algún modo ya que no ha desaparecido y la causa palestina ha ganado adeptos… terrible ironía sería que una causa prospere cuando sus impulsores están al límite del exterminio —si no físico al 100% sí emocional y culturalmente—.
Desde el “orientalismo” maniqueo que denunciaba el palestino Said, la guerra con Palestina es inevitable porque lo árabe son saben relacionarse de una forma que excluya la violencia. Tal y como describía Harold W. Gidden en el American Journal os Psychiatry en 1972: “Lo único racional que podrían hacer los árabes sería acordar la paz […], [pero] para ellos, la situación no está gobernada por una lógica de este tipo, ya que la objetividad no es un valor en el sistema árabe”. Si durante la conquista de América fue un “otro indígena” el que nos definió, durante la expansión imperialista fue un “otro salvaje” al que había que tutelar, y durante la Guerra Fría fue un “otro soviéticos deshumanizado”, desde 2001 sería un “otro árabe” el que ‘obliga’ a la intervención ‘blanca’, sea esta estadounidense, francesa o israelí. ¿O ese otro árabe, ese moro, viene de mucho más atrás?
Como señala Anouar Majid en Somos todos moros (La Vorágine, 2021), tras la expulsión de los moriscos en el siglo XVII de la España naciente, todo otro se convirtió, simbólicamente, en ‘moro’. “[Al] trazar una analogía entre los moros y las minorías no musulmanas en la historia moderna, lo que me interesa más es el paradigma: las categorías que determinan la cultura central y sus periferias, y cómo se sitúa a grupos sociales en relación con las ideologías nacionales dominantes. Es la función política, social, y sobre todo simbólica, del moro (el otro quintaesencial de Europa y su extraño permanente) en el Occidente moderno lo que encuentro estable a través de la historia moderna. […] el moro es hoy cualquiera que esté fuera del consenso económico, cultural y político occidental. Los moros son los no suficientemente asimilados en las sociedades occidentales, los que se aferran tenazmente a sus idiomas y costumbres”.
Hay un continuo histórico en la caracterización de esa otredad, pero, como nos recuerda Silvia Rivera Cusicanqui “la regresión o la progresión, la repetición o la superación del pasado están en juego en cada coyuntura y dependen de nuestros actos más que de nuestras palabras”. Así que aún hay esperanza (en nuestros actos).
¿Y nosotras?
Nuestras vidas, las de las privilegiadas de la decadente Europa no han cambiado en lo sustancial a pesar de este genocidio en marcha. Seguimos respirando, trabajando por salarios más o menos precarios, haciendo deporte, viendo deporte, amando o mirando a otro lado. Tampoco ha cambiado sustancialmente nuestro día a día cuando han ocurrido otras agresiones brutales, otras guerras de exterminio, otras situaciones inhumanas, algunos golpes de estado o muchas injusticias globales. Ni siquiera parece afectarnos la situación límite ambiental porque, de algún modo, Occidente se ha acostumbrado a solucionar una crisis con otra(s) mayor y porque las ciudadanas ‘normales’ vivimos aturdidas por un ruido blanco que hace décadas que no parece dejarnos pensar.
Hoy se cumple un año y cada día que pasa la anestesia colectiva es mayor. Nosotras invitamos a una reflexión profunda, a no quedarnos en la brutal superficie acribillada a misiles sino en buscar qué claves de nuestra vida pueden ir modificándose para ser lo menos cómplices que sea posible con unas estructuras que explican una parte importante de lo que está pasando: rehumanizarnos al margen de las narrativas edulcoradas o manipuladas del pensamiento dominante es una obligación para evitar convertirnos en zombis de un régimen que nos necesita sin alma; producir colectivamente conocimientos que nos ayuden a crear mundos nuevos; resistir en lo colectivo sabiendo que tenemos la tarea pendiente de abordar nuestros privilegios mientras caminamos al lado de los pueblos que resisten ante las diversas opresiones coloniales; mirarnos al espejo sin maquillar la imagen que nos devuelve; dejar que las voces de aquellas oprimidas tengan espacios; ayudar para que el victimismo no sea la posición en el mundo desde la cuál buscar la aprobación o la inclusión por parte del opresor; rehuir de las soluciones políticas coloniales para aquellos territotios y aquellos pueblos a los que estamos reduciendo a cenizas; confiar en la impresionante potencialidad de esas cenizas que algunos dan por inermes.