Leer, escribir, meditar
Roque Farrán
Filósofo e investigador argentino, autor de Nodaléctica (La Cebra, 2018), entre otros libros.
¿No te has preguntado alguna vez si tus modos de leer la novedad, desatendiendo todo lo demás, no están ya demasiado viejos? Quizás no era el anacronismo que tanto te gustaba, sino el idealismo que resta. Los acontecimientos no son, definitivamente, lo que uno espera e imagina, no son ni buenos ni malos; todo depende de cómo respondamos a la dislocación del tiempo, de las formas y hábitos que nos imponen. Hasta un viejo revolucionario puede haber hecho de sus hábitos innovadores una jaula de hierro. No les debemos nada a los maestros con que nos formamos a la distancia; si el efecto de formación ha sido justo, debemos prescindir de ellos. Este es el momento oportuno.
Sucede que se ha consultado a muchos filósofos célebres qué opinan sobre el virus y la situación actual; pero no es seguro que hayan respondido en calidad de filósofos (tienen todo el derecho del mundo a no hacerlo), pues no considero que hayan realizado un gran aporte al pensamiento ni hayan excedido lo que más o menos cualquiera podría decir al respecto. No es solo por la inmediatez o la sorpresa que puede generar el desencadenamiento inesperado de un proceso viral de tal magnitud, que modificará sin dudas –como lo está haciendo– nuestros hábitos y formas de relacionarnos; sino porque se ha desdibujado bastante en este tiempo la función práctica de la filosofía: hoy más necesaria que nunca.
La filosofía práctica es materialista, en principio, porque sabe escuchar, en lugar de largarse a opinar sobre todo. Así lo expresaba Althusser: “Los filósofos idealistas hablan para todo el mundo y en lugar de todo el mundo. ¡Claro! Creen que están en posesión de La Verdad sobre todos los asuntos. Los filósofos materialistas, en cambio, son silenciosos. Saben callarse, para escuchar a los otros. No creen estar en posesión de la verdad sobre todos los asuntos. Saben que solo pueden llegar a ser filósofos de a poco, modestamente y que su filosofía les llegará desde afuera: entonces se callan y escuchan”.
Ese afuera nos está llegando y atravesando más que nunca, qué duda cabe, en nuestro confinamiento forzado. Por eso, para elaborarlo y pensar cómo nos afecta, no solo escuchamos y callamos, sino que también escribimos y compartimos lecturas: práctica fundamental de la filosofía materialista.
Dentro del caos y la angustia que genera el estado actual de cosas, me da cierta satisfacción ver cómo se van modificando las formas de valoración habituales. Hace años vengo insistiendo, investigando y escribiendo acerca de la importancia nodal del Estado, del cuidado de sí y de los otros, así como de la formación integral del sujeto desde un punto de vista filosófico materialista. Hoy, la consciencia filosófica espontánea tiende a acercarse cada vez más a la concepción materialista de las prácticas que necesitamos para abordar lo real en juego; a nadie en su sano juicio se le ocurriría desmentir el rol fundamental del Estado, las prácticas de sí y la formación integral del sujeto. ¡Hasta los periodistas, habitualmente atados por la lógica comunicacional a la necesidad de relatos y ficciones de lo real, se dan cuenta de eso! Tuvo que suceder un virus, lamentablemente, para que las cosas comenzaran a orientarse en un sentido materialista integral. Por supuesto, no hay garantías de nada en cuanto al resultado, pero la orientación tomada es clave para no persistir en la estulticia.
Claro que vivimos de ficciones (no solo por los libros, los chismes, las fakes y las plataformas virtuales que ahora sobreabundan), ellas son el fundamento de las valoraciones, transacciones y transferencias producidas en todos los niveles: económicos, políticos, ideológicos, discursivos, afectivos, etcétera. Lo real del virus corta de plano todo y nos muestra algo irreductible: no hay relación social, sexual, textual, generacional. No hay relación es una aserción fuerte, ontológica, que algunos buscan traducir aun en términos de conflictos y antagonismos, sintomáticamente; pero no es eso. No hay es que no hay en serio y que, en todo caso, se trata de inventar un modo de hacer en cada caso. A eso estamos conminados ahora más que nunca: inventar los lazos sociales, los sexos, los textos, las generaciones por venir, porque nada está garantizado. Siempre lo sospechamos (de ahí que insistíamos con los famosos “maestros de la sospecha”), solo que ahora lo sabemos indubitablemente y no podemos hacernos los distraídos. Sabemos: es asunto de vida o muerte a escala global.
Un ejercicio fundamental de las prácticas de cuidado de sí lo constituye la lectura. Ahora que se están liberando los libros (entre múltiples materiales de cultura) y tenemos mucho tiempo disponible para leer, es importante atender al modo. Que las lecturas puedan tener efectos de formación e incluso de transformación, implica tomar distancia de las exigencias puramente académicas (rendir cuentas) o mercadotécnicas (seguir modas), y aproximarse a ese punto inasible que es la vertical de sí mismo, superando el vértigo al vacío. Para eso conviene tomar notas, animarse a recortar arbitrariamente lo que nos resulta significativo o enigmático; animarse a escribir reflexiones precipitadas sobre el efecto de lectura suscitado; y volver una y otra vez a leer y releer, meditar y ponernos a prueba sobre su verdad y cómo ello nos implica. En definitiva, atravesar el vacío y hacer un nudo con los materiales y actividades de recepción, anotación, meditación y prueba. Que la lectura y escritura alternadas hagan cuerpo el pensamiento y aumenten nuestra potencia de actuar, aunque debamos guardarnos en casa, y activen los afectos alegres. Ese es el mejor modo de prepararnos.
Voy a proponer dos citas a tono con la situación para ejercitarnos de ese modo, y al final un fragmento de mi propia factura que se desprende de aquellas. No hay ninguna conclusión, edificante o pesimista, simplemente un ejercicio para leer y meditar con sumo cuidado.
Escribe Foucault en La hermenéutica del sujeto: “Meditar la muerte (meditari, meletan), en el sentido en que lo entienden los latinos y los griegos, no quiere decir pensar que uno va a morir. Ni siquiera convencerse de que, efectivamente, va a morir. No es asociar a la idea de la muerte varias otras ideas que serán sus consecuencias, etcétera. Meditar la muerte es ponerse, a través del pensamiento, en la situación de alguien que está muriendo o que va a morir, o que está viviendo sus últimos días. La meditación, por lo tanto, no es un juego del sujeto con su propio pensamiento, no es un juego del sujeto con el objeto o los objetos posibles de su pensamiento […] Se trata de un tipo muy distinto de juego: no juego del sujeto con su propio pensamiento, o sus propios pensamientos, sino juego efectuado por el pensamiento sobre el sujeto mismo. El objetivo es lograr que, por medio del pensamiento, uno se convierta en alguien que está muriendo o que va a morir de manera inminente”.
Escribe Althusser en La iniciación a la filosofía para los no filósofos: “Sin duda, no hay nada más difícil para los seres humanos que aceptar la idea, definida por los materialistas, de la ‘existencia’ de la muerte en el mundo y del reinado de la muerte sobre el mundo. No se trata de decir solamente que el hombre es mortal, que la vida es finita, limitada en el tiempo. Se trata de afirmar que en el mundo existe una cantidad de cosas que no tienen ningún sentido y no sirven para nada: en particular, que el sufrimiento y el mal pueden existir sin ninguna contrapartida, ninguna compensación ni en este mundo ni en ninguna parte. Se trata de reconocer que existen pérdidas absolutas (que nunca serán recobradas), fracasos sin apelación, acontecimientos sin ningún sentido ni consecuencia, empresas y hasta civilizaciones enteras que se arruinan y se pierden en la nada de la historia, sin dejar en ella ningún rastro, como esos grandes ríos que desaparecen en las arenas del desierto. Y como este pensamiento se apoya en la tesis materialista de que el mundo mismo no tiene ningún sentido (fijado de antemano), sino que existe como un azar milagroso, surgido entre un número infinito de otros mundos que han perecido en la nada de los astros fríos, uno advierte que el riesgo de la muerte y de la nada asedia a las personas de todas partes, que estas pueden temerle cuando la vida que llevan, lejos de hacerle olvidar la muerte, se la hace aún más presente”.
Es más fácil imaginar el fin del mundo, e incluso el fin del capitalismo, que imaginar el fin de uno mismo. Así de necios somos. Medita en tu propia muerte. Eso te ayudará a prepararte para lo que no hay previsión alguna: lo real. Todo se juega en una sutil diferencia lógica, muy difícil de captar: jugar con el pensamiento de la muerte o jugarse por entero en ese pensamiento. No es pesimismo, no es hipocondría. Es un ejercicio espiritual concreto, un ejercicio de imaginación materialista que templa el ánimo para lo peor.