Aceleración capitalista y frenos de bicicleta


Aceleración capitalista y frenos de bicicleta


Antonio Orihuela

Poeta, ensayista, historiador, profesor. Es organizador de Voces del extremo y un referente de la poesía de la conciencia.


Cada vez vamos más deprisa, pero hemos perdido el tiempo y hemos perdido el futuro. En los últimos treinta años hemos emitido a la atmósfera la mitad del total de los gases que provocan el efecto invernadero, pero saber eso, lejos de hacernos reaccionar, solo sirve para que con más fuerza se cimente nuestro narcicismo de especie y nos dejemos engañar por él. Bueno, si es así ya estarán en alguna parte solucionando este problema, nos decimos, para eso está la tecnología, sería absurdo que no se encontraran soluciones a algo que puede destruir nuestra civilización. Pero lo absurdo es constatar que en el puente de mando de este sistema, de esta nave enloquecida, que avanza a toda marcha hacia el precipicio y el colapso, no hay nadie, que estamos todos en la sala de máquinas, alimentando la catástrofe en ciernes. Que la única consigna, en vez de parar, sigue siendo: ¡Más madera!

En efecto, como decía Frederic Jameson, nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, de hecho, se siguen haciendo miles de películas sobre el fin del mundo, pero en todas sobrevive el capitalismo. Nuestra fantasía no da para más, es incapaz de imaginar por fuera de él, y sin embargo, el fin del capitalismo se acerca a la misma velocidad que se agotan los recursos fósiles, y a medida que nos acercamos hacia esa solución final, el proceso autodestructivo no hace sino acelerarse cada vez más. Tenemos delante el precipicio sí, pero lo único que se nos ocurre es pisar a fondo el acelerador. Nuestra suicida forma de vida tiene un nombre, progreso, y en su nombre hemos destruido la tierra, agotado el subsuelo, masacrado al resto de los seres sintientes y contaminados los cielos y las aguas, dando forma a una cultura tanática, consumista e insatisfecha, que ahíta de gadgets, petróleo, chucherías, alimentos transgénicos, turismo low cost, resorts todo incluido y grasas saturadas ha perdido la alegría de vivir, reduciendo la chispa de la vida a un brebaje oscuro de gaseosa azucarada.

Hemos perdido el tiempo y hemos perdido la democracia. En los últimos treinta años no hemos hecho más que mirar la televisión y consolidar unos regímenes cada vez más tiránicos, más oligárquicos y más cleptocráticos, pero lejos de que esto nos haya hecho reaccionar, solo ha servido para que nos entreguemos con más fruición en brazos de líderes cada vez más indignos, más patéticos, más esperpénticos, más ridículos, y cada nuevo que elegimos hace bueno al anterior. La democracia ha terminado siendo, para las masas pastoreadas, elegir, cada cuatro años, al líder televisivo que nos seguirá robando la cartera y la libertad.

La democracia, para ser tal, necesitaría que invirtiéramos en ella mucho tiempo, y esta que tenemos, al no exigirnos nada, no deberíamos considerarla tal. No hay democracia sin militancia cotidiana, nos recuerda Jorge Riechmann, y sin reparto de la riqueza que es lo mismo que repartir tiempo para todos, o al menos, con vidas más sencillas y sobrias que lo permitieran, que es como decir, sin carencia de lo sustancial y sin tanto exceso de lo accesorio, con menos falsedad, y sobre todo, con más idea del bien común.

A los satisfechos con que la propaganda nos muestre cada día a los que viven al borde de la inanición y en el marasmo de la violencia y la guerra para convencernos de que aquí vivimos bien, cabe advertirles que la calidad de vida, incluso en los países ricos, no ha parado de caer desde mediados de los años setenta. A pesar de nuestros dispositivos electrónicos, a pesar de la televisión a la carta y a pesar de los vuelos baratos, vamos para atrás, y lo peor es que los que están en el poder saben que solo continuando con el  robo al futuro nos podemos asegurar el presente.

El tiempo de los partidos políticos ya no es el nuestro, la mayor parte de la sociedad no se identifica con ellos y los que lo hacen es porque esperan recibir algo a cambio. La democracia de mercado es un oxímoron, y los partidos políticos los más fieles compinches de esta comedia. Sus oxidadas estructuras crujen, rechinan, sufren un profundo descrédito y amenazan con dejar de funcionar, pero de momento no se ha encontrado nada que trabaje con mayor eficacia en beneficio de las grandes empresas, los grupos de presión, los flujos de capitales y los intereses bursátiles, mientras que, de otro lado, absorben la disidencia, canalizan la rebeldía, consolidan el orden y extienden la corrupción entre los ciudadanos dispuestos a colaborar en sus prácticas mafiosas.

La misma idea de nación, dinamitada hace tiempo por las grandes corporaciones y el capital financiero, debería ser abolida y desechada por obsoleta y absurda el mismo día que, saltando por encima de las identidades forjadas por la violencia y la cultura, nos reconociéramos, finalmente, como solo humanos que necesitan parar, que necesitan tiempo no ya para hacer sus compras sino para hacer la democracia que nos debemos, la ética que nos tendremos que exigir y los sacrificios que los tiempos futuros nos demandarán. Es urgente parar el capitalismo si no queremos que, finalmente, nos aboque al abismo, pero para ello, hoy por hoy, apenas tenemos los frenos de una bicicleta.

Jorge Riechmann habla, tomando la frase de Beckett, de “fracasar mejor”, y bien podría ser nuestra opción de partida, fracasar mejor, envejecer mejor, perder a lo grande, como nos dice Eva Fernández, pero no, no queremos. Estamos empeñados en malgastar la vida porque desde el materialismo capitalista y la moral izquierdista se nos sigue diciendo que es la única forma de salvarlos, perdón, de salvarnos.

Sería tan fácil tomar las riendas de nuestra propia vida, de alzarla hasta la dignidad, la responsabilidad; de ganárnosla en esa revolución que necesitamos y que sería mucho más fácil de hacer que afrontar la hipoteca de un piso; pero nos empeñamos en lo imposible, firmamos hipotecas en vez de tomar conciencia de nuestra posibilidad de obrar, de abrir ventanas a la realidad en vez de hacerlo en un apartamento hipotecado, de intervenir en la realidad en vez de intervenir en los flujos especulativos del capital inmobiliario, de hacernos irrepresentables e irremplazables para construir la realidad que colectivamente quisiéramos vivir.

Pensamos que el capitalismo sabe lo que hace, que tiene un plan para nosotros, y sí, lo tiene, pero no para nuestras vidas sino para nuestra muerte, por eso nos hace vivir una vida sin sentido, por eso se permite robarnos lo único que de verdad tenemos, la vida.

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