René Rojas González | Sociólogo, doctorante del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Las 11 de la mañana, y lo primero es sentir culpa por improductividad. Lo peor: la pandemia no perdonó la autoflagelación por haber perdido el tiempo. ¿Por qué no he logrado ser como ese campesino que vi hace tiempo, levantándose a las 5 de la mañana? Dado que la exigencia social por productividad se mantiene, el tiempo de la pandemia sigue siendo básicamente el tiempo anterior al confinamiento. Sí, ahora puedo levantarme a las 11, si las exigencias exteriores a la casa me lo permiten, pero el tiempo se ha reestructurado para insertar de lleno la normalidad en casa. Podríamos engañarnos pensando que se trata de un tiempo otro, pero está claro que esto no es una desestructuración de eso que llamamos tiempo.
Ese tiempo reestructurado ha sido la causa de nuestra incertidumbre, que puede dar origen a sensaciones tanto de volver a la normalidad que conocíamos, como “lugar seguro” donde estar –llegar ahí es más fácil, ya conocemos ese camino- como de ensayar otros tiempos, unos donde ha buscado alternarse las tradicionales actividades de casa con actividades laborales que ahora remiten más a la casa misma y con ciertas actividades placenteras que, antes del confinamiento, no hubiésemos estado tan dispuestos a realizar, por supuesto, todavía con el tiempo encima de la normalidad. Tal vez lo deslumbrante de este ensayo de otros tiempos sea que, ante la inmediatez con la que aún nos persigue la normalidad hasta el último rincón de nuestros hogares, contrasta una lentitud: es posible percatarse de momentos en los que no tiene sentido cumplir con la prisa exigida. La certidumbre nos la daba más el tiempo fijo que lo que producíamos propiamente. El drama del confinamiento ha puesto a la vista que la vida se está rigiendo más por la capacidad que se tenga de producir algo –tangible o intangible- que por el tiempo que pueda abarcarse produciendo algo. Por eso los largos horarios en los lugares de trabajo y de escuela nos hacían sentir certidumbre, sin importar mucho qué produjésemos en esos espacios. Así, además de ver que, antes del confinamiento, ya vivíamos confinados de alguna manera, ahora parece que ya no importa tanto cuánto tiempo llevará producir algo, y eso inspira una suerte de lentitud. Si antes volteábamos a ver el reloj, era más por el disciplinamiento del que se vale la inmediatez de producir. Tal vez ahora volteamos más por orientación: ver las 6 de la tarde podría recordarnos más que no falta mucho para que se termine la luz del sol, menos para indicar la hora de salida del trabajo. Entonces, somos susceptibles a cambiar la velocidad de las actividades que producimos en referencia a otra medición.
Puede que sigamos empeñados en continuar produciendo lo más posible, más aún viviendo esta temporada plenamente declarada de sustento incierto, sometiéndonos a explotarnos más. Entonces, la medición en horas no importaría demasiado, porque cualquier hora sería buena para explotarse. Sin embargo, por más que nos esforcemos en producir, la sociedad no tendrá por qué consumir cuanto produzcamos. Si antes del confinamiento insistíamos en que el otro consumiese lo que uno produce, en esta temporada de mayor fragilidad, hemos rogado a cuanto retazo de sociedad para que esto suceda. Pero, entonces, la medición en horas tampoco importaría gran cosa, porque, no consumiendo la sociedad todo cuanto se le produce, podemos encontrar otro sentido a momentos en los que ya no tiene sentido producir de prisa. Es aquí donde se presenta la gran catástrofe psicológica para la sociedad y que es, al mismo tiempo, la gran oportunidad de sanación: la “incertidumbre” de que ya no puede hacerse nada. Tal vez ésta sea la clave para salir del dominio del tiempo. Si ya no tiene sentido seguir produciendo al ritmo de la inmediatez, la vida no perdió sentido, gana justo la certeza de que no puede producirse como se hacía antes y que, por lo tanto, es necesario abrir hacia otros ensayos de orientación temporal y darle tiempo a otras actividades que antes no hubiésemos desempeñado.
Es cierto que el actual confinamiento puede que incluso haya remarcado lo que decía John Holloway (2010), respecto a que “el tiempo se convierte en el tiempo del reloj, en el tiempo tic-tac, en el que un tic es exactamente igual que otro: un tiempo que se mueve pero que permanece tiempo inmóvil, rutinario” (pp. 88-89). Pero, probablemente el ensayo de otros tiempos, en este confinamiento, hace más visible que “la variada intensidad del tiempo vivido, del tiempo de la pasión, de la felicidad y del dolor se subordina al tic-tac del reloj” (p. 89). Es decir, sería más perceptible que otros tiempos dominados por el tic-tac, se liberan en razón de una especie de flacidez del tiempo mismo. El tic-tac se transforma en un tic…tac, donde los puntos suspensivos se hacen valer: una suspensión en el tiempo. Puede que sigamos aceptando el ritmo del tic con el tac como mera orientación para la organización de las actividades que producimos, pero la suspensión temporal entre ambos pasos rompe la rutina, para dar apertura a caminos insospechados. Se trata de darse el valor de “perderse” produciendo algo, aunque eso implique un sacrificio: recurrir a “más tiempo”, el tiempo de la normalidad –que nos exigen los otros y no pocas veces autoexigido-, sin embargo, carcomido, porque lo hemos suspendido. Ya no seríamos nosotros los fragmentados, sino la normalidad.
Ensayar otros tiempos conlleva reconocer, incluso, que el tiempo, por sí mismo, no existe. No es algo que se encuentre en la naturaleza, es sólo una creación social que, en todo caso, tiene como sentido básico establecer puntos de referencia para la espera que culmina en la realización de las actividades que producimos. En relación con esa espera, e inspirándose en el marxismo, establecemos, a su vez, un valor de uso del tiempo, lo que hace, por ejemplo, que elaboremos planes –los tiempos de producción de algo-; particularmente, que valoremos el movimiento de nuestros cuerpos –por inspirarse en el feminismo. Por eso, valoramos el uso del tiempo –algo abstracto, que materialmente no existe-, porque implica una regulación del cuerpo –algo concreto, que materialmente existe. Aquí es donde nos preocupa la prisa, porque se traduce en la aceleración del movimiento del cuerpo: la espera que tenga que suceder para cumplir la realización de alguna actividad tiende a ser intolerable, porque la espera está socialmente relacionada con la paciencia o la lentitud. Sin embargo, la espera siempre será necesaria para obtener lo que producimos. Entonces, en la espera, habrá que lentificar la vida, para dar cabida a la realización de otras actividades, antes de que nos sintamos obligados a volcar nuestros cuerpos únicamente al tiempo de la normalidad.
Podríamos reconocer, por lo tanto, que el tiempo de la normalidad, inserto en su esplendor en el confinamiento, tiene como pretensión medir la velocidad del movimiento del cuerpo, con el afán de controlarlo, y exigirle productividad, como sentido de vida. Esto es a lo que llamaríamos disciplina, lejos de ser vista como una cualidad social y diferente de la práctica de hacer planes como simple orientación de lo que producimos. Reivindico: se trata de tener el valor de perderse, lo que implica darle otro valor al uso del tiempo y asumir algún grado de deriva –con o sin planes- dentro de la plena certeza de que no queremos responder al tiempo de la normalidad. Se trata de permitir que nuestros cuerpos exploren otras actividades, ejerciendo otra velocidad en su movimiento. A este respecto, inspira la pequeña, pero significativa consigna zapatista “lento, pero avanzo”, como ánimo de explorar en la construcción de una sociedad distinta, que no es que carezca de planes necesariamente, pero que se permite caminar a prueba y error, darse tiempo para consultarse entre sus miembros, responderse menos por la prisa de la productividad, valorar la suspensión en el tic…tac. Yo espero que cuando volvamos a ver que son las 11 de la mañana, veamos, en todo caso, un punto de referencia para caminar la espera, y que podamos aplicar algo de lentitud para renovar nuestras vidas.