Tocarnos

Tocarnos


Fernando Molina Aparicio

Historiador


A Isabel no la toca nadie desde hace semanas. Solo un hijo que vive cerca podía acercarse y le daba unos besos y le cogía la mano agrietada mientras en la televisión, permanentemente encendida, la pandemia surgía como un apocalipsis cotidiano que le resultaba a ratos cercano y a ratos lejano, en una sala de estar sombría de una casa sombría, la casa en donde ha vivido siempre, una casa pequeña para la familia que la habitó y grande para la Isabel que permanece en ella. Isabel vive sola, apenas recibe visitas y, ahora, con el confinamiento, lleva tres semanas encerrada, solo ve a una asistenta municipal tres días a la semana durante una hora y media, una asistenta que llega con mascarilla y guantes y que no la toca. Desde que el hijo dejó de ir por tener que confinarse solo recibe la visita de la novia de él, que también vive cerca y tiene que permanecer a un metro de distancia con una mascarilla. Y aun así esta mujer que le visita y la asistenta que le cocina son su único nexo de unión con el mundo que hay más allá de su casa. Y ese nexo excluye el tacto. Isabel está sola en su cuerpo, nadie la visita en él en forma de abrazo, de caricia o de beso.

Hace unos días en la televisión brasileña dos tertulianos discutían las medidas idóneas a tomar en su país contra la epidemia según los modelos existentes. El exitoso modelo oriental, de China, Japón o Corea del Sur, causaba admiración. Uno de ellos, sin embargo, precisaba que estas sociedades llevan una ventaja cultural en las medidas profilácticas que resulta insalvable en su país. En Japón, por ejemplo, rara vez se tocan, su cultura está bien adaptada a las medidas que separan los cuerpos. En cambio, en Brasil, decía, no sabemos vivir sin tocarnos y no podemos reprogramar en unos días una forma de estar y ser en la vida.

Tocar se ha convertido, en este contexto pandémico, en un gesto revolucionario. La reclusión en que vivimos finalizará no cuando podamos salir a la calle o asistir a un espectáculo: finalizará cuando podamos tocar(nos). Cuando podamos volver a tocar a la persona amada a la que ahora solo vemos por una pantalla digital, cuando podamos volver a abrazar, a besar, a acariciar a quien nos demanda cariño o a quien, libremente, deseemos dárselo. No hay nada nuevo en lo que pasa que no haya pasado antes. Daniel Defoe cuenta en su crónica de la epidemia de peste que asoló Londres en 1665 cómo la primera víctima de la plaga fue el tacto. Las personas no se tocaban, especialmente se repelía a las sospechosas de tener la enfermedad, que eran apartadas y recluidas. Para atenderlas los médicos bajomedievales del norte de Italia inventaron unas máscaras con picos alargados que les mantenían a distancia física y que, tontamente, nos dedicábamos a comprar cuando visitábamos Venecia sin saber que lo que nos traíamos a casa era un recuerdo de una de las situaciones más terribles que puede experimentar el ser humano: la incomunicación, el abandono, la soledad…

La modernidad industrial replanteó, en el siglo XIX, los códigos culturales de los europeos, cuenta la historiadora Constance Classen en su bellísima Historia cultural del tacto. La alta cultura asociada a la civilización fue reinventada de acuerdo al sentido visual, propio de seres racionales, mientras que la baja cultura (y su correlato, la barbarie) quedó reflejada en sentidos proscritos por su mayor componente emotivo, como el tacto. Nutrida de influencias judeocristianas y, especialmente, protestantes, la nueva cultura de la modernidad liberal fue centrándose en ver y fue despreciando el tocar. Los hombres y las mujeres comenzaron a alejarse entre ellos y ellas frente a lo que había pasado en la primera modernidad y, especialmente, en la Edad Media. No nos sorprenderá que buena parte de lo que somos o, mejor dicho, lo que éramos antes de la pandemia, se fundara en lo visual: nuestros perfiles de whatsapp y de redes sociales, las fotos que nos hacíamos con afán bulímico, la televisión, internet, la publicidad, la pornografía, todo nos traducía la preeminencia de lo visual en nuestra manera de estar en el mundo. Es curioso que esta modalidad sensorial podamos seguir cultivándola en estos días de confinamiento pero que la sintamos insatisfactoria. Es, al menos, lo que me pasa. Se me queda limitada y me resulta, en buena medida, impostada porque le falta la dimensión humana, el latido, el temblor, el olor que nos proporciona la otra persona. Es decir, todo lo que nos hace frágiles, todo lo que nos hace humanos.

Classen cuenta que en el tacto encontramos los mensajes ocultos en nuestros cuerpos y exploramos nuestras relaciones más íntimas. Y nos recuerda que un mundo de significados puede residir en el más simple gesto, en dar un beso, en acariciar una mano. No concibo mayor comunicación del amor en todas sus formas que la que sale del tacto que ahora nos es vetado.

Saldremos de esta crisis solo cuando reinventemos una normalidad que sea menos visual y más táctil, más fundada en la cercanía entre nosotras y nosotros, en el cuidado a las y los demás, en el abrazo y el beso desinteresados. Y yo sé que solo saldré de ella cuando pueda tocar la mano de Isabel y besar los labios de mi compañera. Y saldré para contribuir a reinventar una normalidad diferente que la que el capitalismo posindustrial y la sociedad de consumo nos han traído a este tiempo frío en el que lo más humano nos ha sido vetado.

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