La peste

La peste


Camilo Alzate

Periodista


— I

La mejor manera de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja, cómo se ama y se muere en ella.

Cito de memoria y a la ligera estas palabras del doctor Bernard Rieux en un parafraseo de la que podría tomar como premisa central de su relato sobre los días de la peste en Orán, relato que empieza, no hay que olvidarlo, con una invasión incontrolable de ratas que buscan a los humanos para morir hinchadas cerca a ellos: en las escaleras del edificio, en las calles aún atestadas de gente, en las plazas donde el sol se insinúa y en los mercadillos reverberantes de especias. Después, cuando las ratas hayan desaparecido, serán los hombres quienes van a morir por centenares.

Rieux, médico y quizá por lo mismo humanista instintivo, se levanta cada mañana a enfrentar la enfermedad, un enemigo invisible al que sabe con certeza que no va a derrotar, lo que no impide que siga visitando moribundos cada tarde, uno tras otro, durante meses.

El doctor discute tenaz con las autoridades municipales en las juntas para decidir cómo actuar contra la epidemia. Impone cuarentenas en aislamiento absoluto a los parientes de los contagiados. Recorre sin descanso los barrios marginales. Exige que se cierren las puertas de la ciudad para evitar la propagación del brote. Rieux busca la manera de salvar a sus enfermos, se empeña incluso en cuidar de los desahuciados agonizantes, en vano intenta convencer a los remisos y a los descreídos, afrontando el pesimismo general del desastre que acaba por convertirse en espíritu de una época: “La enfermedad lo había cubierto todo” escribe. “No había más destinos individuales, sólo una historia colectiva que era la peste y los sentimientos que todos compartían”.

El orden del mundo –vuelvo a parafrasear a la ligera– está reglado por la muerte. Y a pesar de ello hay personas que eligen luchar contra ella porque, nos dice Rieux, hace falta ser “ciego, loco o cobarde” para resignarse a la peste. La suya resulta entonces una pelea contra la resignación, más que contra la fatalidad de la epidemia, pues el rasgo más claro de la fatalidad, el doctor lo entendió de antemano, es su carácter inevitable. Dicha actitud resume el existencialismo tal como lo entendió Albert Camus (quien sería una buena materialización del doctor Bernard Rieux por fuera de la ficción literaria, en la vida verdadera, pero ¿dónde está la verdad?). Aquella lucha furiosa contra la resignación nace de su condición misma de resignado. Lucho porque sé que ya fui vencido, parece gritarnos, lucho porque elijo luchar, no vencer.

Cabría suponer que, en una ciudad sitiada por la muerte, la militancia que profesa Bernard Rieux a favor de la vida sería una decisión más política que personal, quizá por ello las lecturas cabalísticas de cierta crítica literaria suelen asumir la novela más famosa de Albert Camus como un enmascaramiento de la guerra, o yendo siendo más osados en la interpretación, como una gran metáfora de la imposición de Estados totalitarios durante el siglo XX, regímenes de los que el propio Camus fue un opositor convencido.

Resulta más difícil sospechar lo obvio: que la peste es nada más y nada menos que una enfermedad contagiosa, mortal, milenaria, y que la novela de Camus es la narración íntima y franca de cómo esa plaga se desarrolla en la vida colectiva de su ciudad natal y en las vidas particulares de sus habitantes, aunque esto no cambia para nada que la postura del doctor Rieux pueda ser considerada una posición eminentemente política.

Sin embargo, me parece que, en el fondo, Rieux está frente a una decisión personal. Despojado de su ciencia, el doctor se ha reconciliado con la muerte. No la teme, tampoco le rinde culto, solamente la acepta. En aquel gesto se oculta la fuerza que le permite empujar y empujar esa piedra cuesta arriba que al final rodará por el abismo, no obstante, él escoge levantarse para seguir empujando. “Así, cada uno tuvo que aceptar que vivía día a día”, anota el doctor en su crónica, “y solo bajo el cielo”. Rieux es una versión contemporánea del mito de Sísifo.

¿Quién no lo es?, preguntaría Camus si viviera.

Aquellos que no pueden o no saben o no quieren escoger, respondería yo. Sólo que ese ya es otro asunto.

II

¿Estaban en cuarentena los muertos, los viejos muertos, antes del confinamiento?

La ciudad, mi ciudad, tiene un cementerio ruinoso, casi por completo abandonado, con el que comparto el nombre. Voy algunas veces a mirar la tumba del abuelo materno, próxima a los muros de ladrillo musgoso que rodean el sitio separándolo de las calles aledañas. La tumba quedó empotrada en un mausoleo familiar donde reposan los huesos de ancestros suyos y míos que murieron hace casi un siglo. Tan bullicioso que era mi abuelo y lo único que delata su presencia allí es que encargaron labrar su firma con trazos negros cruzando el mármol gris de la lápida. Lo demás apenas es silencio.

Después de sentarme un rato junto a la bóveda me gusta caminar por el cementerio, por los callejones desolados llenos de muertos que no reciben visitas. Hay tramos que recrean la atmósfera confusa de un laberinto y otros que son como los pasadizos de algún palacio oriental. Me gusta sentir el olor a flores podridas, contemplar el pasillo donde anidan y revolotean desde siempre las golondrinas, lleno de mierda blanca en el piso, en las bóvedas, en las celosías y capiteles cubiertos de moho. Me gusta leer los nombres ilustres en los panteones a veces adornados con pequeñas esculturas de ángeles. Familia Escaf. Familia Marulanda. Familia Mejía Robledo. Aunque ruinoso y abandonado, el cementerio es hermoso, quizá porque es uno de los pocos lugares callados y vacíos que le quedan a mi ciudad.

Con unos pocos días de confinamiento obligatorio para contener la epidemia, las calles se han convertido en un lugar semejante a ese cementerio. Silenciosas, tranquilas, abandonadas. Los gavilanes y los ibis de plumas negras campean en un parque a dos esquinas de mi casa, donde la maleza ha empezado a ponerse vigorosa. He oído por primera vez en la vida ranas que cantan y nadan en las alcantarillas cercanas. Los perros callejeros desaparecieron de súbito, aunque la primera semana de cuarentena alguien colocó en las aceras montoncitos de comida para que no pasaran hambre. Queda algo de humanidad en la humanidad, a pesar de todo. Nadie recibe visitas. Las ventanas de casas y edificios recuerdan el diseño y la forma de esas bóvedas, casi siempre cerradas, casi siempre oscuras, algunas con trapos rojos indicando que adentro ya empiezan a escasear los víveres.

La mejor manera de conocer una ciudad –¿escribe Bernard Rieux o Albert Camus?– es saber cómo se trabaja, cómo se ama y se muere en ella.

Pero parece que todas las ciudades del mundo fueran de repente la misma y única ciudad. Se ama y se trabaja esquivando a los demás, cuidando de no untarse, evitando tocar, sentir. Y se muere solo, sin funerales, sin presencia de llanto. Podemos decir, con el personaje de Camus, que “la peste fue para todos nuestro asunto”.

Ahora transcribo una línea de Emile Zolá, tomada de su relato La fortuna de los Rougon, casi un mantra por estos días: “Creyó oír que la estrecha vereda se llenaba de voces. Los muertos lo llamaban, los viejos muertos…”

III

Habían corrido algo menos de sesenta años desde la primera edición de La Peste de Albert Camus cuando Michel Houellebecq publicó en 2005 La posibilidad de una isla. Ambos escritores comparten una lengua común y nada más. Es llamativo que Camus cultivara hasta el final de su vida un humanismo férreo, cerril, yo diría un humanismo montaraz, justamente él que sobrevivió a dos guerras mundiales y fue testigo directo del genocidio descomunal cometido en Argelia durante la descolonización del país, mientras que Houellebecq transpira una agria decepción frente al proyecto de la ilustración, no sin que haya sarcasmo y fina ironía en la actitud, pues él justamente creció en la época más próspera y pacífica de la historia de Europa.

Lo inquietante no es que el mundo cambie, ni siquiera que cambie a ritmos delirantes como los de las últimas décadas. Lo inquietante es que el mundo a veces permanezca idéntico, como empujado por una inercia de milenios. “La plaga no está hecha a la medida del hombre”, había escrito Camus, “se diría que la plaga es irreal, que es un mal sueño que va a pasar [pero] de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan”. De ahí aquel convencimiento de que “ha habido en el mundo tantas pestes como guerras”, y con la misma inercia de los siglos y los milenios las pestes y las guerras “siempre encuentran a la gente desprevenida”.

Sin saberlo, Houellebecq anticipó mejor que Camus algunas de las escenas brutales de la peste que ahora conmociona al planeta. La posibilidad de una isla en ningún sentido es una novela sobre epidemias, sino un relato de tintes distópicos y futuristas sobre la decadencia de la civilización occidental, cuyo principio parece gravitar en torno a una pulsión básica y primaria: “Aumentar los deseos hasta lo insoportable y a la vez hacer que satisfacerlos resultara cada vez más difícil”.

Houellebecq, observador sagaz de nuestro tiempo, se percata de que nuestras sociedades de riqueza y consumo desaforado (que para serlo tienen que ser además sociedades de híper productividad, de máxima explotación y súper producción) rinden un culto irracional, limítrofe con lo religioso, a la idea de la juventud, quizá el sinónimo perfecto del producto recién fabricado, o al menos aún no desechado, aunque debo aclarar que esta vez la interpretación cabalística es mía y no del escritor ni sus críticos.

“Juventud, belleza, fuerza; los criterios del amor físico son exactamente los mismos del nazismo”, anota el escritor, para indicar más adelante que la idea de desechar lo arcaico y anticuado “sólo disimulaba el deseo de retorno a un estado primitivo en el que los jóvenes se libraban de los viejos de una patada, sin darle vueltas, simplemente porque éstos eran demasiado viejos para defenderse, así que sólo era un reflejo brutal, típico de la modernidad, procedente de una fase anterior a toda civilización, porque toda civilización podía juzgarse por la suerte que reservaba a los más débiles, a los que ya no eran ni productivos ni deseables”.

Daniel 1 tiene un clon en el futuro: Daniel 24. Ambos son protagonistas de La posibilidad de una isla, seres aislados con vidas que ocurren en el confinamiento individualista y lujoso de los millonarios europeos de finales de siglo. Daniel 1 vive en un chalet confortable –también impenetrable– de cara a la costa española, conduce un auto de alta gama y pasa meses sin relacionarse apenas con sus vecinos, ricos iguales que él.

Daniel 1, Daniel 24 y su continuación Daniel 25 practican ese distanciamiento social que ya era regla y no excepción en las metrópolis contemporáneas. El primero cree que ha descubierto el amor justo a las puertas de su vejez. Los otros dos, que viven varios siglos después del primero, pertenecen a una especie de neohumanos cuya única interacción social se reduce a conexiones virtuales y, vaya si es predecible Houellebecq, han perdido en la evolución rasgos de sus ancestros humanos como el miedo, la risa, la vergüenza y por supuesto el amor, aunque el último de ellos logra experimentar una sensación equivalente al final de la historia cuando su pequeño perro es asesinado por una horda de humanos verdaderos, salvajes violentos y embrutecidos que evolucionaron de los restos de la civilización destruida por guerras y desastres ambientales.

La fina ironía de Houllebecq nos escupe sin adornos que el catastrófico colapso de la civilización ya sucedía entre nosotros mucho antes de la pandemia, y ese colapso pasaba desapercibido con sutileza, incluso diríamos con elegancia. La gran virtud del capitalismo es que ha conseguido hacer de esa catástrofe otra variante de la normalidad, y además una variante rentable.

“Como cada año, los viejos morían masivamente, por falta de atención, en sus hospitales y sus residencias de la tercera edad; pero hacía ya mucho tiempo que nadie se indignaba por eso, de alguna manera se había vuelto normal, como un medio a fin de cuentas natural de reducir una situación estadística de abundantísima vejez, forzosamente perjudicial para el equilibrio económico del país”.

Ese es un fragmento de su novela publicada en 2005. Ha hecho falta una epidemia sin control para que a fuerza de cadáveres viéramos lo que ya estaba ante nuestros ojos.

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