No hay solidaridad sin conflicto
Niccoló Barca
Periodista y estudiante del Departamento de Medios y Comunicación de la Universidad Goldsmiths (Londres).
Artículo publicado en Jacobin Brasil retomado de la edición italiana (1 de abril)
La crisis siempre ha sido un objeto de deseo para la izquierda. Su inevitabilidad garantizaba una apertura a posibilidades revolucionarias, inspirando optimismo en todos aquellos que estaban acostumbrados a la derrota. Incluso años después de que las enseñanzas de Karl Marx perdieran su centralidad, cada crisis se usó para escribir epitafios sobre el fin del capitalismo. “Esta vez es de verdad”.
“No fue esta vez”. Como dijo Mark Fisher sobre la crisis de 2008. Lejos de provocar el fin del capitalismo, la crisis reafirmó el mantra central del realismo capitalista: “No hay alternativa, no hay alternativa”. ¿Tomar el control de los bancos? Impensable ¿Transferir dinero público al bolsillo de unos pocos? ¿Por qué no?
No nos dimos cuenta de que, mientras tanto, el capital se había especializado en la gestión de crisis. Milton Friedman le dijo a sus Chicago Boys: “Si quieres forzar el cambio, comienza una crisis”. En Chile, en la década de los setenta, estas palabras se usaron literalmente. En otros lugares, la crisis se trató simplemente como una oportunidad, un estado de excepción para ser utilizado en su propio beneficio. En Rusia, después de la caída del Muro de Berlín, esto funcionó a la perfección: la riqueza administrada por unos pocos en nombre de una colectividad se transfirió de la noche a la mañana a unos pocos para ser utilizados para su propio beneficio. Nueva Orleans, destruida por el huracán Katrina, se convirtió en un gran laboratorio de privatización para esa misma escuela [de Chicago]. La crisis económica permitió al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial imponer una relación de dependencia colonial en el mundo.
L’Aquila, 2009: “Al amanecer, a las 3:32, me reía acostada en mi cama” -fue la frase que se escuchó en una conversación telefónica entre [el empresario] Francesco Maria De Vito Piscicelli y un tal Gagliardi, sobre el terremoto que azotó y devastó L’Áquila, una ciudad italiana, en las primeras horas de abril de 2009, dejando más de 300 muertos y 1.600 heridos.
Cada crisis abre una brecha en los pilares ya dañados de nuestra sociedad. De vez en cuando, esta grieta nos presenta una perspectiva diferente, revelando cosas que anteriormente estaban ocultas. Fisher diría que la crisis permite “recuperarse de cierto tipo de parálisis metálica”. Pero eso no necesariamente significa un cambio. La mayoría de las veces, las crisis sirven para legitimar lo que se anticipaba. El caos convierte el orden en algo deseable.
Es tarea de los medios mantener esta fábula en pie. Al igual que en 2008, cuando la búsqueda de manzanas podridas sirvió como un objetivo para salvar al sistema financiero de las críticas estructurales, la supuesta universalidad de esta crisis sirve para ocultar los intereses económicos que dictan su gestión y las desigualdades que expone. Stuart Hall dijo que el proceso por el cual los principales medios de comunicación dan sentido a los eventos es asumir y construir la idea de una sociedad basada en el consenso. Existimos como sociedad porque compartimos paradigmas culturales que nos permiten interpretar la realidad de una manera común. Dentro de esa sociedad, lo que nos une es siempre mayor que lo que nos divide; el consenso se deriva del hecho de que no hay conflictos e intereses entre las clases y los grupos sociales y de que para cualquier disidencia existe una receta legal lista para solucionarla.
En las páginas de los principales periódicos, en la televisión, en palabras de los principales influencers (símbolo de la crisis de legitimidad de la clase política); en todas partes hay un llamado abierto o entrelíneas a un sentido de solidaridad nacional para una crisis que no distingue clases ni razas. La idea de la supuesta paridad entre gobernantes y gobernados se refuerza y la oligarquía se declara democrática. “Todos estamos en el mismo barco”. Por lo tanto, se simula un retorno a la normalidad en una Italia con más de 5 millones de personas en pobreza absoluta, donde cada día mueren 3 personas en su lugar de trabajo, donde 1 de cada 4 casas está vacía y donde las personas sin hogar se multiplican. Quieren convencernos de que el miedo a quedarse sin comida o sin hogar, la miseria de una vida de incertidumbre, son síntomas de una emergencia y no la emergencia en sí.
Mientras tanto, los gestos pequeños y grandes, el voluntariado y las multitudes nos recuerdan el valor de un tejido social que ha sido atacado por las privatizaciones durante los últimos 30 años. La Confederación General de la Industria Italiana (Cofindustria) es reacia a hacer lo mínimo necesario para garantizar la seguridad de sus propios trabajadores. Amazon y Whole Foods solicitan a sus empleados “sanos” que donen sus bajas médicas a las personas infectadas. Compañías llenas de dinero despiden a sus empleados, ya que es el momento de competir y ganar contra los adversarios que están peor. Sólo los aviones privados de los súper ricos surcan el cielo. Maria Elena Boschi (abogada y parlamentaria de Italia Viva, partido de Matteo renzi) invita no sé a quién a arreglar los agujeros en las calles de Roma: “Ya que estamos en casa…”.
La misma lógica prominente de explotación que indican estos comportamientos está en la raíz de la incapacidad para manejar la pandemia, donde los muertos se venden como un fenómeno natural, mientras que, de hecho, son consecuencia de las decisiones políticas. La investigación sobre una vacuna para el COVID-19 estaría en una etapa mucho más avanzada si los fondos para el estudio del SARS no se hubieran reducido después de superar esa última epidemia. La cura de los enfermos sería menos caótica si no se hubiera reducido el número de camas, de 9,22 por cada 1.000 habitantes en 1980 a las 2,5 que hay en la actualidad en Italia.
Corremos el riesgo de, nuevamente, reunirnos alrededor de un cuerpo ensangrentado a un lado de la calle mientras el culpable del accidente pasa desapercibido. Y, mientras observamos, alguien ya ha destruido y reconstruido la calle, el barrio, la ciudad… El cierre de las fronteras, el ejército en las ciudades, las carreras al supermercado: aquellos que piensan que estos son momentos excepcionales aún no tienen muy claro el futuro de las emergencias climáticas que nos esperan. Esto no significa ceder ante el derrotismo, sino comprender esta crisis por lo que es: una advertencia trágica, sí, pero una advertencia.
Cada crisis abre un campo de lucha entre fuerzas que ninguna “solidaridad nacional” puede conciliar, entre el capital cada vez más experimentado en la gestión de crisis y la mayoría de las personas para quienes las crisis no representan más que un nuevo tipo de sacrificio. Pero, hace un mes, algo cambió. Los programas que hasta ayer eran impensables se están implementando en cuestión de horas porque existe una voluntad política para implementarlos. El Estado entra en juego en todas partes, resolviendo problemas que el mercado había prometido solucionar. Recordamos el valor de los bienes públicos y la importancia de varios trabajos (enfermeras, trabajadores) degradados por un sistema que recompensa a quienes “se hacen a sí mismos” y castiga a quienes se dedican a su comunidad.
Cierta parálisis cerebral está llegando a su fin, pero no parece existir una fuerza política capaz de cosechar el potencial de esta crisis y articular sus contradicciones. Las apuestas, como siempre, son altas. El miedo al otro, la demanda de seguridad, el sentimiento de traición por parte de la Unión Europea…: ¿sabrá la derecha sabrá canalizar estos sentimientos a su favor?
Mientras tanto, la crisis de las pequeñas empresas en todas partes del planeta dará a los gigantes la oportunidad de expandir aún más sus monopolios; en los últimos días, Amazon contrató a 100 mil personas. Al final, se abrió una espiral de crecimiento y bienestar por parte del Estado sin precedentes para ciertas fuerzas políticas, reforzando la retórica nacionalista y xenófoba: una combinación de progresismo económico y conservadurismo social que debería activar las alarmas para cualquier persona con un mínimo de memoria histórica. Las apuesta, como siempre, es muy fuerte; si no se logra una narrativa alternativa sobre la crisis y sobre cómo salir de ella, nos veremos obligados a mirar hacia atrás y admitir: “Una vez más, no fue real”.