(VIII) Lunes 30 de marzo
“¡Qué siglo de manos”
Jean Arthur Rimbaud
Mientras me lavo tal vez decenas de veces las manos, pienso que a la misma hora debe haber una corte de políticos y demagogos lavándose las suyas, muy seguramente con una pasta de olor de la Jabonería Pilatos. Muchas de esas manos han contado en un ábaco un sin número de muertos. También imagino sus manos dándole de nuevo cuerda a su necrómetro. Pero no puedo dejar de pensar también en los trabajos menos amargos de la mano. Si pienso que una viga maestra levantó los muros de esta casa y que un enjambre de manos trabajó dándole un tejado a los vacíos, algo bueno acompaña esta labor de lavarme dedo a dedo, como inaugurando algo tantas veces hecho de manera mecánica. De ellas, de otras manos, brotó este muro del lavamanos y también esta puerta de madera y la pequeña ventana que hace nupcias con el viento.
Ah, las manos que acarician o abofetean nunca han recibido que yo sepa tantas visitas del agua. Y no es que el miedo a este mal que nos acecha desaparezca haciendo cruces de aire como las que un sacerdote les dibuja a sus feligreses, pero el tema que me asalta y el papel por mí asaltado me conducen a este escrito hecho, precisamente, a mano. Y a recordar a Orlac. Y algo que tracé en su honor: una vieja película del cine negro narra la historia de Orlac. Tras su ejecución, a Stephen Orlac, lanzacuchillos de circo y asesino, le amputaron las manos y las trasplantaron a un pianista que perdió la suyas en un tren descarrilado. Las manos se negaban a obedecer al nuevo cuerpo y en lugar de volcarse sobre el teclado del piano, buscaba cuellos que apretar.
Cómo no recordar en este prontuario de manos a Dylan Thomas: “bajo los signos del cielo, los que carecen de brazos tienen las manos más limpias”.
O no pensar en las manos de Laydy Macbeth, en su obsesión por mantenerlas limpias en proporción a las malas acciones de un crimen. Shakespeare no habla en ese paraje de otra cosa distinta que de una falta de limpieza moral. Dice Lady Macbeth: “todavía siento el olor de la sangre. Todos los aromas de Oriente no bastarían para quitar de esta pequeña mano mía el olor de la sangre”.
Pero hay otras manos más bellas y a tono con su espíritu: las de Helen Keller y las de algunos ciegos que no declaran en la aduana los paisajes que llevan en sus dedos. Las manos del ciego están habitadas. También me da en pensar en una mujer de tanta limpieza que se dedica a lavar el agua. Y que nadie estrecha a mano el dolor de los mendigos. Entre sus manos y las nuestras siempre hay un plato, una moneda, o un guijarro arrojado por alguna de las partes. Ahora, con el virus andariego y cosmopolita es mayor la distancia hacia el mendigo pero más democrática: hay distancia con todos.
Hace unos días, cuando la calle era mía, vi a unos hombres en corrillo en el parque, hablando y al mismo tiempo balanceándose como un péndulo. Y me dije: estos son músicos, se les veía en las manos nerviosas que al hablar acariciaban el aire.