Los pronombres del virus
Martín Alonso
Doctor en Ciencias Políticas, licenciado en sociología y filosofía.
Hace cinco años, Pablo Servigne y Raphaël Stevens publicaron Comment tout peut s’effondrer. Petit manuel de collapsologie à l’usage des générations présentes [Cómo todo puede colapsar. Pequeño manual de colapsología para el uso de las generaciones actuales]. La colapsología definida como desplome o hundimiento de nuestra civilización adquiría así carta de naturaleza y fue cobrando vuelo hasta que llegó el Covid-19. El enfoque de la colapsología era inquietante pero comprensible: se inscribe en una línea de continuidad con las previsiones sobre el futuro del planeta a la vista del deterioro de las condiciones que lo hacen posible. Es un proceso transparente a la comprensión puesto que no se necesita más esfuerzo que extrapolar algunas de las experiencias que vamos conociendo: como la suerte de los glaciares, la multiplicación de fenómenos meteorológicos extremos, el agotamiento de la energía… La flecha prevista viene más despacio, escribió Dante. El Covid-19 no estaba en esa plantilla, rompe por ello con el confort intelectual que otorga su legibilidad. Por eso una de las razones del malestar ante este factor son las incertidumbres que rodean a la epidemiología del virus, el ‘enemigo invisible’ en palabras de G. Conte. Desde la habituación al confort y al control, el carácter indefinido e inaprensible, de la pandemia nos desestabiliza mentalmente. Los pronombres indefinidos cotizan bajo, por eso los humanos tenemos poca práctica para desenvolvernos; producen ansiedad o frustración según los casos. Las voces que se indignan por la imprevisión o el desbordamiento muestran una notable incapacidad para asimilar la indefinición y la vulnerabilidad. Pensemos que ni siquiera los expertos pudieron anticipar en el ordenamiento jurídico el aplazamiento de unas elecciones por motivos no políticos. No somos omnipotentes, no todo es previsible, no todos los problemas son solubles ni menos de inmediato. Es un buen ejercicio releer la literatura sobre catástrofes análogas del pasado, desde la peste negra o el terremoto de Lisboa a la gripe española. La primera lección del virus habrá sido una lección de humildad: una invitación a navegar con los pronombres indefinidos, a vivir en la zozobra sin buscar chivos expiatorios.
Los chivos expiatorios marcan un salto a otros pronombres, los posesivos. La expresión paradigmática de la posesividad es la de nosotros y lo/s nuestro/s primero. La xenofobia populista descansa en una concepción topológica de la propiedad: nosotros dentro y ellos fuera: barreras, fronteras, vallas, exilios. Las pertenencias como trasunto de la propiedad. Cada uno lo suyo o sálvese quien pueda. Holanda y otros países adscritos al régimen de la ortodoxia fiscal se oponen a los bonos remedando el reflejo tecnocrático y el dogma del déficit, la República Checa ha confiscado material médico enviado por China a Italia (ninguna sanción de Europa, de nuevo difuminada), varios países europeos negaron ayuda a Italia en el pico del contagio, algún político español ante la pregunta de si aceptaría el traslado de enfermos de zonas desbordadas contestó que primero los autóctonos, los responsables autonómicos negocian compras para los nuestros en subastas alocadas en una forma insolidaria de cantonalismo sanitario. Las fronteras mentales son móviles; se desplazan hacia un adentro cada vez más reducido, a un ‘nosotros’ cada vez más particular: de los pronombres posesivos a los personales.
La epidemia que conocemos es un fenómeno social total, impacta en todas las dimensiones relevantes de la realidad. Hasta ahora, la plantilla hermenéutica dominante ha sido la ortodoxia neoliberal, una doctrina sustentada en el dogma de una agencia impersonal en tercera persona: la mano invisible. Como escribe la epidemióloga Marie-Paule Kieny, del consejo científico de Macron: “La salud había dejado de ser prioritaria en un mundo globalizado en el que los gobiernos se focalizaban en la salud de la economía”. La econocracia anteponía la santidad del mercado a las necesidades humanas, del austericidio a la privatización masiva. Se fiaba a la mecánica providencial y autorregulada del mercado la producción y provisión de los bienes y servicios. De modo que, de acuerdo con esa lógica, ahora se multiplica la competencia en la demanda sobre China. Y la ley de la oferta funciona como sabemos para alcanzar el equilibrio. El darwinismo social en sus variantes. Y la picaresca especulativa en las suyas: multiplicando el precio de los productos en la proporción de la necesidad y la escasez. La subordinación de la principal agencia social, el Estado social y democrático, a la lógica supuestamente impersonal del mercado, la inmolación de lo público y lo común a lo privado, la desposesión de las instancias responsables de proveer servicios sociales explica en parte la indefensión ante el virus y torna indecente que quienes se mostraban fanáticamente a favor de los “presupuestos agresivos”, ahora encabecen las protestas por la falta de recursos. El emblema de esta deriva lo representó la dama de hierro que afirmó a la vez la inexistencia de la sociedad, del nosotros general, y de alternativas a la lógica del mercado (TINA). La relación entre aquellos vientos y estos lodos no deja lugar a dudas según un informe reciente. Según la ontología de la Thatcher y su gurú Hayek, sólo hay átomos sociales regidos por la mecánica infalible del mercado (individualismo posesivo, egoísmo estructural). La cultura ‘breexiter’ es un legado acreditado de aquella intoxicación thatcheriana.
El bien común ha sido la víctima propiciatoria de esta lógica depredadora. Atacada a la vez desde el individualismo propietario y del organicismo étnico (‘nosotros’ tribal). El virus, como todas las grandes amenazas, pueden alentar estrategias opuestas, egoístas (en sus diferentes expresiones, ‘nosotros’ particularista) o solidarias (‘nosotros’ común o mutualista). De lo primero hay varias muestras claras: el manifiesto de los ochenta científicos disputando la competencia a las autoridades sanitarias españolas y multiplicando irresponsablemente la ansiedad en la población, la instrumentalización obscena de la pandemia por algunos políticos nacionalistas o el aprovechamiento político desde una derecha responsable principal de los recortes. Una variante más inquietante si cabe es la utilización del virus como pretexto para amordazar las libertades civiles, como está haciendo el gobierno de Israel. Afortunadamente, las estrategias solidarias son las más, empezando por el compromiso de los profesionales de la salud y siguiendo con esa miríada de iniciativas dirigidas a la vez a proveer apoyo y afianzar el tejido social. Adicionalmente, y contra las reivindicaciones particularistas (recordemos aquellos políticos liguistas del Véneto expectorando contra sus compatriotas enfermos que ellos no estaban afectados porque se lavaban las manos), hemos visto una pauta universal de respuestas, en lo bueno y en lo malo, en la imprevisión y en la entrega, en todos los países.
No hay una force de frappe contra este mal, ningún remedio mágico. Lo que tenemos es el arma de la solidaridad, la obligación de juntar fuerzas para hacer más grande y más común el nosotros. Precisamente en el sentido en que se expresaba Susan Sontag: “No debería suponerse un ‘nosotros’ cuando el tema es la mirada al dolor de los demás”. Por razones morales –la dignidad compartida de todos los humanos– o pragmáticas –el virus no hace acepción de personas ni de clases, no sabe de estereotipos, como querrían los identitaristas–. Los demás son más cuando el ‘nosotros’ se achica. Por eso es inquietante que las noticias del virus hayan desalojado de la atención a esas personas que no tienen donde ser confinadas porque carecen de techo o viven hacinadas en esos campos de refugiados en unas condiciones subhumanas que ponen en cuestión, sobre todo, nuestra condición de humanos. La pandemia es un fenómeno total. Para sus aspectos psicosociales, aquellos adquirirán protagonismo a medida que lo ceda la urgencia sanitaria, los lazos de la solidaridad son el remedio más poderoso. Esta dura experiencia nos invita en lo inmediato a cultivar, con las precauciones, la calma; y en lo profundo a rehacer nuestro modelo de vida reordenando nuestros valores y transformado nuestras prioridades, a rehabilitar nuestra humanidad entendida como proyecto compartido y solidario.
Añoramos estos días la voz de Zygmunt Bauman, pero esta exhortación póstuma (Retrotopía) señala la vía de salida todavía con más vigor que cuando fue escrita: “Nos encontramos (más que nunca antes en la historia) en una situación de verdadera disyuntiva: o unimos nuestras manos o nos unimos a la comitiva fúnebre de nuestro propio entierro en una misma y colosal fosa común”.