Se me ocurre pensar en las muchas formas de confinamiento, confinados como estamos. No se si la mía sea una visión “naif” de una llamada terapia de choque, antiguos griegos de por medio. La idea, entiendo o creo entender de esa forma de terapia, es forzar una experiencia tan fuerte que anule algún desajuste emocional anterior. Dicho de manera rupestre o hereje, esa terapia recuerda a las muñecas rusas que tienen dentro de sí otras muñecas.
Pienso en lugares vejados, en ciertos paisajes enfermos y refractarios en su concepción, en lugares donde se ejerce el miedo a la libertad: conventos, cuarteles y sobre todo cárceles. Todo esto viene suscitado por una lectura de un libro que habla de la falta de libertades personales. Al hablar de la sociedad medieval, dice Erich Fromm en su libro El miedo a la libertad que en contraste con la época moderna lo que caracterizaba a esa sociedad era “la ausencia de libertad individual”.
Leído lo anterior en el contexto de esta contingencia inmediata y ausentes como estamos de esa libertad personal y colectiva a la vez, no dejo de pensar que los avances del hombre en materia de libertades tiene mucho de entelequia.
“Con pocas excepciones”, dice Fromm, las personas se veían obligadas a permanecer en el lugar de nacimiento. Estaba vedado así el concepto del viaje a pesar de las fisuras creadas por algunos insumisos al orden social, como algunos de sus artistas. Ese miedo a la libertad estaba fomentado en la edad media por la iglesia que remarcaba un sentido de la culpa, que es un presidio moral.
Hay ahora un sentimiento colectivo surgido del enclaustramiento individual que se ha vuelto común, el de la impotencia. No basta con pensar en las cárceles imaginarias de Giovanni Battista Piranesi, en esa arquitectura oprobiosa de sus grabados que resulta ser una distopía de calabozos y galerías sin fin, de escalones que ni suben ni bajan, de un no-lugar sin más rejas que una atmósfera de asfixia. Estar preso es tener vedado el afuera.
Se dirá que no es bueno ni sano pensar en la literatura de presidio en las actuales circunstancias. Lo hago por recordar la manera como algunos escritores le han dado una vuelta de tuerca al encerramiento con la ganzúa de su palabra.
El confinamiento libera la imaginación. Se afirma que Cervantes “esbozó” buenos tramos de El Quijote en la guandoca.
Hago un rastreo de la literatura y el arte carcelarios y no intento forzar más la memoria o acudir a las enciclopedias, tal vez en la idea de no me acuerdo quién, de que la cultura es lo que queda por fuera de lo olvidado.
Recuerdo entonces “El Apando”, que es el nombre que tenía en la cárcel mexicana de Lecumberri una celda de castigo, como quien dice una cárcel dentro de la cárcel. Allí estuvo preso ese agudo y desobediente narrador y poeta llamado José Revueltas.
“El Apando” es una novela breve, más intensa que extensa, escrita cuando el autor mexicano fue encarcelado por una decena de delitos inclasificables. Es la novela de la asfixia, de un aire irrespirable escrito con palabras como rejas que nos hacen padecer a unos personajes oscuros, en una prosa austera, castigada diría Héctor Rojas Herazo.
También viene a mi memoria el Diario de Ana Frank escrito durante dos años y originalmente titulado “La casa de atrás”. En ella una niña judía dice que de no haber podido encontrarse con la escritura hubiera muerto de asfixia.
Jean Genet fue arrestado por vez primera siendo niño y ahí empieza la historia de sus prisiones. Acusado como Óscar Wilde de homosexual, de robo y de intento de homicidio entre otros eslabones de su prontuario, el genial escritor dejó desde la novela una honda reflexión sobre la cárcel. Fue en presidio donde se hizo escritor. Donde descubrió la libertad del lenguaje y realizó la bella novela “Nuestra señora de las flores”.
No puedo olvidar el estremecimiento que me dejó la lectura de las cartas de “Soledad Brother”, escritas por George Jackson. Condenado en una cárcel blanca por asalto a mano armada permaneció preso a lo largo de 10 años y murió abaleado en un intento de fuga en 1971. En la cárcel de “Soledad” aprende a leer, estudia, se hace marxista y escribe sus inspiradoras cartas, entre ellas a Ángela Davis, una “pantera negra” como él, que aún hoy es una mujer deliberante. Sus cartas reunidas se convierten en libro, en una especie de manifiesto libertario. En una de ellas sienta la tesis de que todo negro que entre a una cárcel norteamericana, así sea por un delito común, es un preso político.
También recuerdo el poema “Las cárceles”, de Miguel Hernández: “Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,/ van por la tenebrosa vía de los juzgados; buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen, se lo tragan”. Y así fue: lo buscaron como en su poema, lo absorbieron y por último lo devoraron en una cárcel de Alicante. No intento ni de lejos comparar las cárceles con nuestras venturosas casas en cuarentena. La uniformidad de los presidios es la negación del libre albedrío arquitectónico pues su uniformidad opera con el objetivo de aplastar. Ante estas realidades la palabra titubea. No basta con decir la palabra ganzúa y con ella intentar abrir la palabra celda. De nuevo, borgesianamente, la realidad no es verbal: un preso común en una cárcel chilena me desbarató sin saberlo esta teoría. En esa cárcel donde fuimos varios poetas a leer algunos escritos, volví a creer en el poder transformador de la palabra. El preso en mención me hizo el más alto elogio de la poesía que haya escuchado. Me contó en voz baja, como un secreto, que todas las noches se escapaba de su celda, que saltaba los altos muros cuando leía los poemas de San Juan de la Cruz. No he oído un elogio más alto de la poesía.
Otro prisionero poeta, Ho Chi Minh, fue inspirador de la mayor gesta del siglo XX, la derrota de un imperio por un ejército con las armas del ingenio, la paciencia y un valor inclaudicables. De esa misma naturaleza son sus poemas, escritos con palabras sencillas, descalzas. En un mundo que elige con entusiasmo a sus verdugos, vale la pena copiar estos versos de su poema “Los Grilletes”:
“Algo muy extraño ocurre a esta hora:
todo el mundo se precipita
para que le coloquen sus grilletes.
Una vez encadenados, duermen en paz.
De lo contrario no saben qué hacer con sus pies”.
La literatura carcelaria no ensaya una misma coral ni canta una misma tonada. No es la misma la canción de “Papillón” durante su presidio en Guayana, la saga de un reo que logró evadirse de la cárcel y de la realidad a partir de su escritura. Hasta no hace mucho conservé el ejemplar que leí de esa novela para un programa radial que hice desde una cárcel en Medellín en la que realicé un taller de escritura. De ese pequeño ciclo de programas para una emisora local, me quedó además de la trajinada edición, el nombre un tanto milonguero del efímero programa: “Cana al aire”.
De todos los textos escritos entre rejas posiblemente no haya ningunos más libres y esperanzados que los del poeta turco Nazim Hikmet. Hikmet fue un asiduo inquilino de las cárceles de su país durante las dictaduras militares. Las cárceles de Ankara y Bursa fueron su hogar forzado. En ellas no dejó de escribir poemas de una vitalidad excepcional.
Las “Cartas a Taranta Babú” que escribió durante la invasión fascista de las tropas de Mussolini a Etiopía, son un momento muy alto de la poesía escrita en el siglo XX. Esas cárceles de Ankara y Bursa fueron su hogar forzado. En ellas escribió un ciclo de poemas de una vitalidad excepcional.
Pues bien. He querido recordar que nuestro actual encierro frente a un presidio real es como diría Henry Miller en otro contexto “una pesadilla con aire acondicionado” . Lejos de mí comparar esta cuarentena con un auténtico presidio. A manera de colofón copio este poema de Hikmet escrito en 1946, pues qué más quisiera pedir que un final feliz.