(XXX) Jueves 7 de mayo
LA CAMA
Isaac Asimov realizó un tremendo y exhaustivo volumen titulado “Cronología de los inventos”, desde la aparición de la especie bípeda que no pocas veces es cuadrúpeda, si contemplamos la esclavitud de su sombra.
Busco el volumen en mi arsenal de libros, tras pensar de manera concluyente que los dos inventos más preciados que tengo en casa y a los cuáles el hábito les ha quitado el carácter de sorprendentes son, en un riguroso orden, la cama y la ducha. La ducha fue inventada por un francés para mejorar la higiene de los presos, pero a veces dudo de su eficacia cuando la asocio con los olores que una vez me asaltaron en el Metro de París durante un remoto verano. Privilegio el gran invento de la cama sobre todos los inventos y que me perdone el ordenador en el que escribo.
Vuelvo a abrir el mamotreto para recordar que el barro sublevado que es el hombre ha hecho méritos para no ser tan bruto como muchos, de la misma naturaleza, lo sospechamos. Más aún si ponemos en duda que la condición bípeda no la merecen por sus aspiraciones cuadrúpedas los políticos ni sus patrones millonarios y que ya deberíamos declararlos una especie aparte.
El libraco es notablemente ilustrativo. Tanto que logra recordarme lo que no sabía.
El doctor Asimov, en medio de mi desorden empastado me cuenta que en el remoto ayer era muy jodido trastear libros de tabletas de arcilla o de papiros enrollados. Y que apareció un rey que ideó lo que hoy llamamos Biblioteca. El monarca logró reunir “todos los libros”, tener una copia de los que existían en Nínive y los dispuso en estantes. El gran humanista tenía por nombre Asurbanipal. A pesar de su nombre de remedio, confieso que en mi ignorancia bien se me hubiera ocurrido ir a una farmacia y preguntarle a un dependiente si venden Asurbanipal genérico, ahora creo que todas las bibliotecas deberían tener un grabado de ese inteligente rey que hizo tanto por nuestro futuro y el de todos los confinados del mundo.
En 1180, aunque no se precisa el mes ni el día ni la hora, se inventaron los molinos de viento. El alienado por la literatura que soy lo festeja no porque sus aspas sirvan para moler vientos y cereales sino para que un febril hidalgo arremetiera contra ellos pensando que eran gigantes. Alienado que es uno, prefiero una batalla bizarra contra molinos que los crujientes cereales.
En fin, prefiero a Asimov, el notable autor dedicado a la ciencia ficción, que al respetado profesor de bioquímica.
La brújula, aparatejo sencillo que parece que para variar la originaron los chinos, sirvió para que Europa dominara el planeta. Fue una especie de talismán del progreso y por lo tanto el autor le asigna una gran importancia. Igualmente lo hace con el espejo, creado en 1291 en Venecia, tal vez porque es difícil que el Narciso que es el hombre pueda verse en las aguas cenagosas de sus canales. El espejo, se sabe sin necesidad de apellidarse Borges, sirve para ver a nuestro otro en su cristal. Sin lugar a dudas, el espejo nos mejora como especie porque permanece mudo y no necesita de nuestra incontinente verbosidad.
Me detengo en los inventos más sencillos que frente al láser, el radar, el avión, el telescopio, el submarino, el teléfono y los satélites. La cama y la ducha son milagros que no vemos por estar vinculados a nuestra cotidianidad. No así el instrumento de moda por estos pandémicos días, el termómetro, que fue creado en 1581 y que sigue prestándole servicios al febril y calenturiento ser que es el hombre. Y la mujer, me dirá una amiga feminista.
Y llego a mi terreno. El invento de los inventos: la cama, pero hay muchos merodeos sobre el tema, toda vez que no se sabe si llamar así esas montañas de heno o esos acumulados de hojas y raíces con los que el hombre primitivo se agenció unos lechos para el sueño.
Hablo de la cama como la conocemos, cuadrúpeda y fija, tendida o destendida, tendida como el amor y destendida como su desnudez. A riesgo de la infidencia, cuando estoy fuera del país no tengo nostalgia de su paisaje, de sus montañas ni de su comida, su música, y ni siquiera de la casa. Sólo extraño la cama. A ella le rindo un culto de feligrés y si no le prendo veladoras es solo por temor a que se incendie. Es tan demócrata la cama, pienso leyendo a Asimov, que no tiene inventor, ni data, ni se puede precisar el lugar de su invención. Hecha para el bípedo y la bípeda, calma cansancios pero también es una nave a toda vela. Quienes quieren negarnos el reposo le ven cara de ataúd, pero no, nada, algo va del sueño cotidiano y parcelado al sueño eterno. Es, me robo una imagen de René Char, “un contrasepulcro”. Lo mismo sirve para leer mil y una noches que para las dulces o tormentosas artes amatorias.
Si Henri Michaux escribió un espléndido poema a la pereza ¿por qué no hacérselo al lugar sagrado en donde mejor se ejerce ese tan noble oficio? Este es mi sencillo homenaje a esa nave sedentaria, a la tierra prometida que por comodidad llamamos cama:
LA CAMA
La cama gobierna
el paraíso de la casa.
Sin pedirme
el santo y seña
me abre un sésamo
a un país desconocido.
La cama preside
el discreto heroísmo
de las cosas.
Destendida al centro
de una blindada soledad,
resulta bella
como el desgreño
de una mujer
que no acude
a la argucia del espejo.
Duermo con ella
como un expedicionario.
De mis viajes le traigo
la flor de mi cansancio.
¡Cuántas
puertas sucesivas
debo atravesar
para llegar
a su tendido y desnudarla!
Algunos enfermeros
creen que padece
de altas fiebres
y permanece postrada.
Yo me zambullo en ella
como quien entra
en la tierra prometida.
La cama asiste a mi
repetida costumbre
de resucitar cada mañana.
La acompaña
un sillón de cuero
que vive sentado
como un reyezuelo danés.
La cama es cuna de sueños
y novias embrujadas.
Punto de partida
de la grieta natal
y del viaje
al sueño sin regreso.
(Pintura “El óvalo de las apariciones”, de Carlo Carrá)