Covi-cho, los ‘ejemplos’ indígenas y algunos tips anti Antropoceno

Covi-cho, los ‘ejemplos’ indígenas y algunos tips anti Antropoceno


Celeste Medrano

Doctora en Antropología, Investigadora del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina), Instituto de Ciencias Antropológicas (UBA).


Tripulante del día décimo de una cuarentena que, en Argentina, acaba de extenderse unos trece días más, enumerando así las jornadas, sin saber bien en qué semana o mes estamos, y en grave estado mental bricoleur, empiezo este ensayo. El bricoleur, tal como lo definió el célebre Claude Lévi-Strauss para describir al pensamiento mítico indígena, utiliza medios desviados, rebota, divaga, se aparta de la línea recta para evitar un obstáculo. El antropólogo francés profundiza: las reglas del juego de un bricoleur son “arreglárselas con ‘lo que uno tenga’, es decir un conjunto, a cada instante finito, de instrumentos y de materiales, heteróclitos además, porque la composición del conjunto no está en relación con el proyecto del momento, ni, por lo demás, con ningún proyecto particular” (1964: 36). Así, henchida de recuerdos personales, trozos bibliográficos, imágenes de películas cataclísmicas, mitología indígena, alcohol al 70%, en aislamiento, tras la trinchera de la puerta de mi casa, comienzo este texto consumadamente ecléctico con el fin de amalgamar materias que parecen invocar a dos mundos inconmensurables: el del Covi-cho y lo que aprendí junto a los qom. Pero una no empieza un experimento completamente a ciegas. Lévi-Strauss decía que el pensamiento bricoleur nos permite develar relaciones que, vistas con otro tipo de anteojos, tienen la impronta de lo intolerable. Avanzo entonces, con esperanzas manufactureras, con los trozos de lo que tengo y de lo que soy, de lo que leí y vi hacia un horizonte de vínculos que nos puedan emancipar de tanto cautiverio.

Antes de comenzar, dos anuncios preventivos. Uno, decidí no escribir la palabra Coronavirus (salvo esta vez, claro). Leí en el estado de whatsapp de una amiga –a la que conservo eternamente en el altar de mis maestras, pues ella me enseñó los primeros y fundamentales pasos en la antropología–, que al nombrarlo así estamos conjurando negativamente al chakra corona, el que está ubicado en la coronilla, relacionado a la conciencia pura, y del que emanan todos los demás chakras. Al ponerle ese nombre al virus, rezaba el estado, nos están obturando dicho punto o zona energética y, por lo tanto, asesinando trascendentalmente. Además de no saber nada sobre el tema, soy dura para creer pero tampoco quiero reventar, así que decidí nombrar Covi-cho al causante de esta pandemia. Esquivando una especulación biopolítica sobre conspiraciones mundiales, redes sociales y fake news, rebautizarlo es conjurarlo. Ponerlo bajo mi propia lupa, esa que viene mirando no-humanos hace años, y dotarlo de un carácter de sujeto que me permita reflexionar ‘sobre’ pero también ‘con’ este vi-cho/virus que –infectándonos o no– parece estar cómodamente instalado en nuestros hogares marcando el ritmo de una atípica vida en cuarentena.

Dos, voy a mezclar al Covi-cho y al pensamiento indígena simplemente porque no puedo hacer otra cosa; porque estoy des-formada para eso. Desde el 2008 (y quiero aclararlo, gracias a una beca del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas o CONICET), comencé a estudiar zoologías indígenas. Más precisamente, me fui a vivir a El Desaguadero, una comunidad en Formosa, y empecé de a poco a aprender la zoología qom. Me enseñaron cómo se cazan y utilizan los animales pero también cómo se clasifican, cuáles son sus fisiologías, sus anatomías, sus personalidades. Todo esto en un contexto donde el límite entre la humanidad y la animalidad se tornaba, con cada paso del aprendizaje, más difuso y tanto los hombres y las mujeres como la fauna no-humana trazaban el pulso de la socialidad. El tiempo me llevó a conocer y vivir en otras comunidades y a agenciarme de maestros que, con infinita paciencia y generosidad, me fueron instruyendo en los pormenores de una zoología que, para ser comprendida, debe leerse a la luz de las miles de prácticas humanas que moldean la vida bajo el cobijo de los montes, los pastizales, las lagunas y los ríos (hoy tan talados, degradados y contaminados, por qué no decirlo).

Así, me vi durante una de estas tardes de aislamiento intentando dialogar con el Covi-cho desde esta perspectiva que aprendí junto a los qom. Preguntándome que dirían o me enseñarían ellxs en este momento tan dramático e indagando sobre la incidencia de un pensamiento indígena frente a tanta pandemia de información desesperante. Dicha empresa me remitió a un texto que otro antropólogo, Eduardo Viveiros de Castro, escribió el año pasado titulado “Sobre Modelos y Ejemplos, ingenieros y bricoleurs en el Antropoceno” (observen qué curioso… este también se refería a los bricoleurs de Lévi-Strauss… el método de ‘corte y pegue mental inconsciente’ estaba funcionando). Viveiros de Castro, como se lee, reflexiona situado en el Antropoceno –esta nueva época geológica donde la actividad humana representa la fuerza principal que altera radical e irrevocablemente a la tierra que habitamos– y concluye que nos urge practicar una “forma radical de pluralismo ontológico” si queremos seguir figurando sobre la faz del planeta. Pero: ¿qué significa esto? Para simplificar, podríamos decir que una ontología es una forma de entender y percibir las continuidades y discontinuidades existentes entre humanos y no-humanos. Explicado de manera bien rápida podríamos decir que, por ejemplo, en el seno de un grupo moderno como el que se despliega en una urbe metropolitana, la sociedad se encuentra organizada sólo por humanos y por sus humanos principios, reglas y aspiraciones. En cambio, en ciertos colectivos indígenas –por ejemplo entre los shuar de la Amazonía ecuatoriana o entre los mismos qom del Gran Chaco argentino–, las reglas sociales son dirimidas entre humanos y no-humanos; aquí las ‘madres’ y los ‘padres’ de las especies animales y vegetales tienen tanta voz y voto como el cacique o el chamán. “En el Antropoceno ningún modo de existencia puede ser descartado como ilegítimo”, pregona Viveiros de Castro pero ¿cómo hacerle espacio a los modos y formas de los demás? Este antropólogo brasilero llama a abandonar parcialmente los ‘modelos’ –estos instrumentos políticos que siempre implican relaciones de poder asimétricas– que tienden a enderezar las destrucciones antropocénicas o a, volviendo al tema del ensayo, dirigir el curso de la pandemia de Covi-cho. Llama entonces a volvernos hacia lo que él llama: los ‘ejemplos’, estas formas de acción y pensamiento que, desplegadas por muchos pueblos indígenas –si logran sobrevivir a los ‘modelos’–, funcionan como incentivo para hacer una versión diferente, para operar en transformación: los ‘modelos’ en cambio, “dan órdenes y hacen cumplir la orden; los ejemplos dan pistas, inventos inspiradores y subversiones” (Viveiros de Castro 2019: 301).

¿Cómo traducir todo esto en un ejemplo doméstico que nos permita repensarnos? Y aquí, permítanme un eurekismo autorreferencial, una manzana (la idea) que no hace más que caer en el centro de mi propia biografía. Cuando tuve a mi primer y único hijo decidimos ponerle Lalac (son seudónimos, no se crean que les voy a revelar la identidad del pequeño así de fácil), un nombre que yo había aprendido durante mi trabajo con los qom, en definitiva, un nombre indígena. No obstante, durante las largas mañanas que se sucedieron al nacimiento y nos hallábamos el bebé y yo solos, pues el padre salía a trabajar, me encontré dos veces en una escena de completa intimidad –luz tenue, la teta, la tibieza de mayo–, llamando a mi hijo Teseo. Un mediodía, cuando el padre regresó al nicho de amamantamiento, yo deslicé que le podríamos cambiar al niño el nombre original de Lalac por el de Teseo, pues el segundo ‘me había bajado’, o ‘había bajado al bebé’. Si quieren saber el final de historia de disputa onomástica me consultan, lo cierto es que la criatura lleva el nombre de Lalac Teseo. Pero cada vez que yo cuento esta anécdota concluyo lo mismo: mi hijo tiene un nombre indígena que le fue puesto de forma occidental y tiene un nombre occidental que le fue otorgado siguiendo la manera indígena.

Volviendo a los ‘modelos y ejemplos’ de Viveiros de Castro, cuando el antropólogo llama a seguir ejemplos indígenas, no nos demanda la ‘forma’ sino la ‘manera’, no nos pide que embanderemos los patios de la Wipala –en definitiva que le pongamos nombres indígenas a lo que decimos y hacemos– y les organicemos altares a dioses de desconocido temperamento; reclama que observemos el contenido de los devenires de colectivos que organizan sociedades co-protagonizadas por humanos, no-humanos, fenómenos meteorológicos, ríos, piedras, montañas –y por qué no virus y bacterias. Que miremos las maneras en las cuales dichos colectivos devienen en multiplicidad y sobre todo, que observemos su ejemplo: ellxs han sobrevivido a diversos Antropocenos, para ellxs el fin del mundo llegó una y varias veces. Para los qom, por ejemplo, primero desembarcaron los ejércitos que los asesinaron sin piedad, luego el evangelio y las epidemias de viruela que diezmaron sus cuerpos y mutilaron sus almas. Valentín Suárez, líder indígena de la comunidad Riacho de Oro de Formosa narra: “la verdad que la magnitud [de la pandemia de Covi-cho] es como ra’loxo el contagio fue en el ingenio Ledesma y huyeron varios para Chaco y Formosa. Para no ser contagiados, porque a los 2 o 3 días ya muere la persona infectada, pero dicen que había vacuna de ese virus. Viruela. Algunos [se vacunaban] cuando ya volvían en el tren carguero. Pero murieron muchísimos”. También fueron expulsadxs de sus territorios, vieron sus casas arder, fueron objeto de tortura y aún lo son, pues no hemos podido construir un Estado que respete sus formas de educar, curar, rezar, conseguir alimentos, etc. Incluso, los fines del mundo para los colectivos indígenas de toda Argentina se han presentado una y varias veces, al ritmo de los devenires de la creación de la nación moderna. No obstante esto, ellxs siguen ahí, resistiendo en sus haceres y decires.

Pero: ¿cómo seguir la ‘manera’ indígena sin ningún tipo de información al respecto? No cuento con recetas magistrales y sospecho que hay que poner cuerpo y mente a remojar en miles de textos y sobre todo en el devenir otro. No obstante, me voy a animar a resumir ahora uno de los fines de mundo de los qom –tan sólo uno, si quieren leer sobre los otros pueden consultar el libro de Florencia Tola y Valentín Suárez (2016)– con ánimos de formular algún tipo de reflexión sobre el exterminio total con el que nos amenaza el Covi-cho, el aislamiento social preventivo y obligatorio al que nos somete el Estado y las ‘maneras’ indígenas de salir de una desaparición mundial generalizada. Este fin de mundo qom llamado ‘El diluvio de fuego’ fue narrado por Mariano Noel, un indígena, y transcripto por Buenaventura Terán (2005), un antropólogo rosarino:

La tierra se quemaba. Y parecía el fin del mundo. Se quemó entera la tierra. Los animales murieron; también, los hombres. Pero a una gente le avisaron que cavaran un hueco. Hicieron una excavación grande. Porque había un aviso que decía: “Hagan un hueco porque viene el fuego”. Se quemaba arriba de la tierra. Abajo se guardaban. Era un pájaro el que avisó. Con la fruta de algarrobo, prepararon comida para cuando entraran al hueco. Entraron. Muchos entraron. Se quemó la tierra. Hasta el mismo pajarito que avisó entró. Un buen tiempo se quedaron bajo tierra. Después dijo el pajarito que iba a avisar cuando terminase el fuego. Y vino el aviso: “ahora salgan para la tierra”. Dijo el enviado que salgan. Y dijo que cuando subieran no fuesen a mirar para adelante, pues iban a ocurrirles un mal. Y esa gente no escuchó estos consejos. Cuando salieron, no hicieron así y se convirtieron en animales. Uno se hizo Koz, el chanco de monte. Otro se levantó y no escuchó lo que le dijo el cacique, miró y se convirtió en Manik, el ñandú. Y así se fueron convirtiendo en Guayaga o zorro gris grande y en diferentes animales. Los que obedecieron lo que dijo el cacique, miraron para abajo y no para adelante y siguieron siendo gente. Los otros ya no eran hombres kom, eran animales del monte, del campo. Se quedaron por ahí. (…) Y como tenían todo esto para comer, la gente estaba contenta y comenzó a crecer y a tener hijos. (…) Hasta aquí, el sufrimiento (Terán 2005: 26-27).

Pueden haber distintas lecturas, claro está, pero mi pensamiento bricoleur y mis años de estudiante en la ‘escuela de la onto-zoología qom’ me llevan a pensar en la forma en la cual esta sociedad salió del encierro luego de que la vida, como la conocían hasta ese momento, se había calcinado por completo –cualquier parecido con el fin del verano y el comienzo del otoño del 2020 es mera causalidad–. De bajo tierra salieron seres que, por un lado, guardaban la capacidad de escuchar al mundo animal (es un pajarito el que les avisa que ya puedan salir) y por otro, ellos también podían alardear de una interioridad humana/no-humana; dicha salida parece señalar que no hay nada excepcional en la capacidad de ‘ser gente’; uno sale y, si mira para adelante, pasa a vivir con una familia animal; en cambio, si mira a los costados o hacia abajo, pasa a vivir con una familia humana; pero absolutamente todos en el fondo son gente, ni mejor ni peor, diferente. Entonces me pregunto: ¿no será esta la ‘manera’, el ‘ejemplo’ que podemos empezar a seguir para ir saliendo de debajo de la tierra? ¿No son acaso esas ínfulas de excepcionalismo humano las que nos tienen tan angustiadxs? ¿Cómo que el Covi-cho –un no-humano, apenas una porción de ADN, ni siquiera una célula–, puede ponernos en jaque a nosotrxs? ¿No será que la arquitectura de nuestra soberbia nos llevó a desplazar toda y cualquier otra forma de vida hasta convertirnos en una copia tan similar de nosotrxs mismxs que donde se desata un hilo se descose toda la prenda? Creyéndonos únicxs e irrepetibles nos multiplicamos biológica y tecnológicamente hasta convertir a la tierra en un monocultivo de nosotrxs mismxs. Sojuzgando toda otra forma de lo que llamamos ‘naturaleza’ –en definitiva, todo lo que no es humano– construimos un excepcional imperio que, como toda plantación monogenética, necesita de todo tipo de asistencia para sobrevivir (y aquí podemos enumerar a la ilimitada parafernalia electrónica –desde microchips a lavarropas–, a los antibióticos, los hidrocarburos, la biotecnología, el papel higiénico, y así infinitamente: hagan el ejercicio, es patéticamente divertido).

Así pensando me acordé de Anna Tsing, una antropóloga estadounidense que estudia paisajes antropocénicos. Ella menciona que lxs terrícolas humanxs construimos nuestras ciudades a través de la simplificación y la destrucción. Edificamos plantations; o sea: extensas áreas donde prospera una única especie a través de la hipertecnificación de su historia vital. La antropóloga denuncia que “mutilamos y simplificamos a las plantas cultivadas [a los animales criados ¡y a nosotrxs mismxs! Agrego yo] hasta que ellas no saben más como participar en mundos de especies múltiples” (Tsing 2019: 44). A nuestra imagen y semejanza transformamos a las formas de vida que necesitamos para existir en máquinas. Inversamente a lo que ocurre en la historia qom reseñada arriba, las sociedades modernas no caminan hacia la diversificación, sino todo lo contrario. Recordé entonces la triste historia de la ‘hambruna de la papa’. Para lxs que no la conocen, los sucesos comenzaron cuando un hongo infectó a los cultivos de papa mediante los que se sustentaban gran parte de la población de Europa. Así, entre 1845 y 1849, en Irlanda, alrededor de un millón de personas murieron y otro millón más tuvo que migrar. Durante la década de 1840 la inanición produjo graves enfermedades y migraciones masivas. Cuando las personas pudieron detenerse a pensar sobre lo ocurrido advirtieron que la falta de variabilidad genética entre las papas y depender de un único cultivo habían sido los factores detonantes de la catástrofe. Y la frase vino a mi mente: ¡Somos papas! Monocultivo de humanos que camina hacia la simplificación de sus formas de pensar y organizarse en sociedad; ridiculizando las formas indígenas o campesinas, los Estados ensayan ‘modelos’ simétricamente iguales. El Covi-cho viene a recordarnos casualmente todo eso: no somos para nada excepcionales, nuestras máquinas no nos han redimido de la vulnerabilidad de la que estamos hechxs ¡Somos papas! Tanto en nuestras composiciones fisiológicas y anatómicas como en lo que proponemos como forma de organizarnos socialmente.

Entonces vuelvo al relato qom. Ese ‘ejemplo’ de fin de mundo nos puede susurrar al oído que la tierra es un ensamble de humanos y no-humanos y que de la caverna corresponde salir multiplicados. Que la ficción que nos llevó a separar a la sociedad de la naturaleza como ‘modelo’ fracasa completamente en la interpretación del mundo ¡Y fracasa en el sostenimiento de la vida tal como la conocemos! Hoy estamos conviviendo con el Covi-cho y esa pequeña fracción de ADN está volviendo a barajar las cartas de lo que definimos como enemigo. El filósofo de las ciencias Bruno Latour, reflexionando sobre el Antropoceno (Latour 2017), menciona que estamos frente a una inversión total. Si antes los humanos éramos los actores de un telón de fondo llamado naturaleza, ahora la naturaleza es la protagonista y los humanos somos el decorado que debe adaptarse a los vaivenes de esta actriz con sus huracanes, tornados, inundaciones y desertificaciones y calores extremos. ¿Y miren si no estamos siendo la utilería de la dramaturgia de un virus? Para colmo de males somos muchos e iguales y nos hemos aprendido un solo ‘modelo’ de danza.

En el contexto de estos planteaos algunos cientistas han mencionado que la humanidad es una plaga. Rechazo dichos enunciados: los mismos podrían justificar exterminios y ya tenemos suficiente experiencia en esos experimentos sociales que hoy, afortunadamente, son llamados crímenes de lesa humanidad. No somos una plaga, pero si una especie tan frágil y vulnerable como cualquier otra; debemos reconocernos como tales y, como el resto de los organismos, abogar por la multiplicidad como antídoto. Volver a valorar a los ‘ejemplos’ que aún no han sido arrasados por el ‘modelo’; encontrar las maneras en las que los no-humanos se ensamblan en formas ontológicas y sociales que no los excluyan y, sobre todo, multiplicar estas formas al ritmo de todos los decires y haceres minoritarios; son mis tips (aparte de lavarse la manos, toser en el hueco del codo y quedarse en la cueva) ante este fin de mundo.

 

P.D.: Cuando les conté sobre este ensayo a los compañeros de mi grupo de investigación (el NuEtAm o Núcleo de Etnografía Amerindia), un montoncito de gente que estudia y aprende, principalmente, junto a distintos colectivos indígenas, uno de ellos respondió: “Claro, tenemos que ser papines”. Papines que representan cientos de variedades diferentes que a lo largo y ancho de toda América del sur que se diversifican genéticamente gracias a las manos de campesinos e indígenas. Papines que pueden resistir enfermedades porque son diversos, porque crecen en la multiplicidad de los territorios y las formas agrícolas ancestrales.

¡Seamos papines! ¡Seamos papines! ¡Seamos papines!

Resistamos en nuestros hogares estudiando las formas de salir multiplicados y a multiplicar.

 


De donde corté y pegué

Latour, Bruno. 2017. Cara a cara con el planeta. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas. Siglo XXI, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Lévi-Strauss, Claude. 1964. El pensamiento salvaje. Fondo de Cultura Económica, México.

Terán, Buenaventura. 2005. Lo que cuentan los tobas. Ediciones del Sol, Argentina.

Tola, Florencia y Suárez, Valentín. 2016. El teatro chaqueño de las crueldades. Memorias qom de la violencia y el poder. IIGHI / ethnographica / CNRS, Buenos Aires.

Tsing, Anna. 2019. Vivier nas ruínas: paisagens multiespécies no Antropoceno. IEB Mil Folhas, Brasília.

Viveiros de Castro, Eduardo. 2019. On Models and Examples Engineers and Bricoleurs in the Anthropocene. Current Anthropology, 60(20): 296-308.

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