Es de nuevo un día domingo. Aunque no me canso de vivir en un eterno domingo, este tiene más cara de serlo. Casi sin darnos cuenta nos hemos ido habituando a un largo silencio dominical, a un paso más lento, a una escala del no-hacer. No hay mucho que hacer contra esto, lo cual podría derivar en un estado de conformismo, en un dejarse llevar por una divisa que ojalá fuera la taoista: “No hagas nada y todo está hecho”.
Lo malo de esto es que el conformismo es una práctica en la que se entrega el libre albedrío, se depone la singularidad y se reemplaza por un atado de normas que si en apariencia prodigan algunas seguridades, lo que hacen también es anular o por lo menos descontinuar la “disconformidad”, que es lo propio de los espíritus más libres.
La verdad, al statu quo y a sus legisladores esta pandemia los hace más invulnerables, pues la norma viene acompañada de un peligro de muerte, y esto doblega cualquier brote de rebeldía, de aceptación de un nuevo y hueco no-hacer.
Es como si la división del trabajo se viera quebrantada y ahora hubiera una división de este dejar de hacer.
Aunque la parálisis de la cuarentena en verdad parezca común a todos y no dividida en oficios o en quehaceres, sí hay matices en el ejercicio del no hacer. Hay quienes comen más, quiénes ven más películas o noticieros, hay quienes reniegan más de su suerte pero no pueden, como todos, modificarla, hay los que nada se preguntan.
La división corre por cuenta de quienes hacen más ejercicios rutinarios para mantener en mejor forma la máquina humana y quienes desde la modorra asumen que están en unas vacaciones forzadas, que es lo propio de cualquier encierro no elegido. Como vacaciones sin todo pago podrían anunciar los publicistas del cinismo un plan de no-viajero, un plan aplatanado y sedentario. Habrá también, claro, los que nada se preguntan y solamente obedecen. Mientras tengan la mente vacía y las alacenas al tope…
A mí me asalta la preocupación de llegar a caer en una actividad, si esto pudiera serlo, de disfrazado conformismo. Busco en el “Diccionario anarquista de emergencia”, un libro que hicimos en tandem con Iván Darío Álvarez y que entre otros fines pretende desempolvar los acumulados prejuicios que acompañan a una palabra tan liberadora como anarquismo, la definición en la entrada correspondiente al conformismo. Conformismo: “El conformismo oculta el mundo en que se vive. Es un producto del miedo”, dice Albert Camus, precisamente un avisado escritor que se nos adelantó a estos tiempos al escribir una novela que es un tratado de “la peste”. Camus, un convencido anarquista, fraguó entre otros libros “El hombre rebelde” y otras tesis filosóficas que alejan al hombre precisamente de lo más humano.
Entre tanto, intento hacer acopio de lo que no tiene suceso este domingo. La veo difícil para los aficionados al fútbol cuando ven pasar las fechas del calendario con los estadios vacíos. La cuarentena, que es un árbitro severo, les mostró tarjeta negra a todos los equipos, incluido al público y los aguateros, a los jueces de línea y las porristas y raptó el vocerío de huracán de las tribunas. El árbitro mismo parece haberse tragado el silbato, como cuando hay una pena máxima que teme señalar. Las iglesias, despobladas de feligreses y veladoras, escuchan los pasos del silencio como una procesión de sombras. Las salas de cine proyectan películas sin imagen ni sonido en una pantalla apagada, como la vida. Los barrios y sus parques están a toda hora repletos de Nadie. En la montaña, los cables del teleférico permanecen quietos y sus dos estaciones duermen, como el ánimo de muchos, en una siesta de los sentidos.
Un fantasma recorre el mundo y no es el que creíamos desde un manifiesto, ni el fantasma de la bonanza capitalista tampoco, es el fantasma del despotismo. Es la hora del pan y del circo pero sin pan, solamente se incrementa el circo, pues la cultura y con ella las artes, que cada vez resultan más necesarias, entran en un eclipse que al establecimiento le conviene porque ellas tienen la sevicia de avivar preguntas, de cuestionar las verdades absolutas en su anhelo de propiciar otras nuevas realidades.
A todas estas, el viento en mi calle vacía juega un tenis invisible, como el de la pareja en “Blow Up” o “Deseo de una mañana de verano”, la película sesentera de Michelangelo Antonioni (cómo me gustaban los ojos bulliciosos de Sarah Miles), un filme que empieza con un “match” del llamado deporte blanco jugado sin raquetas ni pelota. Veo al viento que arrastra un periódico estrujado de un lado a otro, como llevando noticias viejas. Lo tomo en la soledad de mi calle por pura curiosidad y en la primera página veo una foto de la Plaza de Bolívar totalmente vacía.
Es una buena fotografía que ilustra el momento. No hay ni siquiera palomas, esos tristes y asiduos visitantes de la plaza que hemos convertido en pájaros indigentes, lo que logra con y in intención todo asistencialismo, como los almuerzos y refrigerios que llevan el gobierno y la alcaldía a los excluidos.
No se ofrecen trabajos para la sobrevivencia, se dan solamente paliativos, con lo cual “los beneficiados” son condenados a una eterna pobreza. Eso mismo hemos hecho con las palomas, entre todas la aves las más dependientes del hombre, pienso mientras miro el abutilón, que es restaurante de colibrís que escapan a la mirada de las mirlas, siempre territoriales. A veces escucho el graznido de alcaravanes que han venido desde hace ya un buen tiempo y mucho antes de la cuarentena, muy posiblemente desde los llanos orientales. Los he visto inclusive en la avenida que conduce al aeropuerto, hoy también desierto, sin pasajeros, y también bajo el dominio de Nadie.
Vuelvo a la foto de la estatua de Simón Bolívar que sigue imperturbable mirando un ejército de sombras. Todavía tiene desenvainada la espada como le gustaba a Jaime Bateman Cayón.
La plaza parece el escenario de un filme en el que llegan seres de otros mundos o una manifestación de fantasmas sin banderas. Al norte de la plaza está el Palacio de Justicia, un monumento al vacío otra vez erigido a la memoria de Nadie pues ni es Palacio ni hay Justicia. Al costado sur está el Capitolio, un edificio neo-clásico donde legislan, es un decir, los congresistas. Creo que este es su momento mejor habitado, sin un solo honorable congresista y sin ningún cabildeo de los que andan en busca de dádivas. En el lado occidental de la foto se ve parte del Palacio Liévano donde funciona, también es un decir, la Alcaldía de la capital. Me admira que ese edificio haya visto pasar los más ineptos políticos y burócratas de que tengamos noticia y siga tan tranquilo. Sobre el lado occidental de la imponente plaza veo la Catedral Metropolitana junto a la Capilla del Sagrario. No debemos olvidar que el país está consagrado al Sagrado Corazón. Las dos construcciones religiosas están ausentes de feligreses y es como si en pandemia solo adoráramos a los dioses del vacío.
La foto de la Plaza de Bolívar que me traen el viento y un periódico me centran en un espacio que ha sido el corazón -con taquicardia- del país. Un espacio que ha sido testigo de los más grandes funerales de estado, un lugar donde se fusilaron a varios próceres de la independencia, parece en su vacío la historia que vivimos, la parálisis colectiva. Se afirma que en ella caben más de 50 mil personas y verla vacía es calcular a 50 mil ausentes, que podrían ser 50 mil desaparecidos. En ella, si se aguza bien el oído, quizás de pueda escuchar el paso quedo de los virreyes de antaño, pero sobre todo el vocerío de las grandes manifestaciones políticas, de las refriegas con la policía y los conciertos tumultuosos. Cómo no recordarlo, a pocos metros del Capitolio fue asesinado Rafael Uribe Uribe, un espíritu azogado y libre que participó en las guerras civiles de un país donde la guerra siempre viene después de la posguerra.
Entro de nuevo a mi casa con el periódico en las manos. Luego viene el consabido rito, la lavada escrupulosa con jabón. Juro, y me pongo por testigo, que no es una pasta olorosa de la “Jabonería Pilatos”, una marca preferida por los políticos que quieren que evitemos el trato con los demás, como en la foto de la Plaza de Bolívar, que está llena de nada.