(XXXIII) Jueves 14 de mayo
LETRAS BIFRONTES
“Escribo
para que el agua envenenada
pueda beberse”.
Chantal Maillard
Soy dos.
El de la mañana, aburrido, cansado de despertar a una nueva jornada entre las mismas paredes y un mismo silencio. Mira con desgano que todo se repite como en una especie de eco de la nada. El otro, el de la tarde, ya ha pasado una temporada de auto-sosiego y amaestramiento y levanta los hombros del desinterés por el mundo. Solamente a ratos pleitean en el mismo cuerpo los dos sujetos que me habitan. Uno tiene algo de niño que se aburre del no-hacer. El viejo marrullero que ya ha aprendido a pastorear las horas de su hastío, lo trata con distancia tras intercambiar una breve ración de miradas.
El primero está a punto de pedirse a sí mismo un vaso de leche y una montaña de cereales, el segundo cree ver que el niño que fue le saca la lengua en el espejo.
Leo los maravillosos cuentos breves de Mrozek. Slawomir Mrozek, un polaco malicioso que estudió arquitectura, deslumbra siempre y luego hay que rumiar de dónde viene su maestría. Señalo su profesión pues esa fue una carrera que estuve a punto de hacer y que no hice a causa de mi vieja dualidad. Deserté de mi anhelo de ser arquitecto cuando me encontré con la frustración de que en en el plan de estudios, en su descolorido pensum universitario, no se impartiría la asignatura con la que tanto soñaba: el arte de construir ruinas romanas.
Y pues no, una carrera que no enseñe a desmontar un lenguaje falaz e imperial como el de Roma, que se niegue de entrada a asomarse a un futuro ruinoso, resulta una cosa del pasado, un anacronismo que no merece el más mínimo respeto. Así que me dediqué a las letras. Estuve a punto de no hacerlo porque supe del caso de un muchacho del desierto que le pidió al genio que lo hiciera poeta, pero no tuvo la precaución de decirle si bueno o malo, así que cuando Aladino escuchó sus primeros versos lo devolvió con asco al vientre de la lámpara. Menos mal que no nací en el lejano oriente, me dije, ni en una de esas mil y una noches donde a un pobre menesteroso se le podía atravesar una lámpara prodigiosa cuyo genio además era un crítico implacable.
He llegado a pensar en estos días en esa duplicidad. Si en lugar de estar envidiando los aciertos de los grandes creadores y poniéndole ruedas a su bicicleta, algunos se dedicaran a descubrir los suyos propios, podrían llegar a dividirse, a parcelar sin afrentas las horas de un mismo reloj. Una hora Jeckill, otra hora Hyde.
¿Y si no hubiera personas bipolares en mi bello y pandémico país y más bien se tratara como en verdad se trata de que el mundo entero es bipolar? Un mundo que como diría Baudelaire es al mismo tiempo la mejilla y su bofetada. Asómese nomás al ventanuco televisivo y verá cómo pasamos de la cima de un gol exultante a la sima de la depresión y el acoso de la miseria.
El estado anímico, de arena movediza de estos días, tiene de singular que ha sido creado por un tercero, por un bicho invisible. Ese ánimo seguido de desaliento está ocurriendo, por lo que logramos advertir, con un leve paso que va de la alegría de vivir a la depresión del sobrevivir. Y los dos estados anímicos son inquilinos de un mismo pellejo. No es fácil, con una dupla de habitantes en conflicto, darle trato de primera clase a su majestad el cuerpo, al que a veces llegamos a ver como enemigo porque en un descuido, en un segundo, puede estar infectado. Es algo para un cuento que bien podríamos titular, a la manera de un viejo macondiano: “La increíble y triste historia de la oveja negra con alergia a la lana”. En dos tomos, por supuesto.
Soy dos. Somos dos.
Esta bipolaridad me lleva a pensar que se va a encarecer el costo de la muerte pues vamos a necesitar de dos lápidas y sendos epitafios. El uno dirá bajo una laja de bronce que amó la vida más que a sí mismo. El otro, en una lámina de acrílico dirá que fue más infeliz que la calavera de Yorick trasteada por todos los teatros del mundo para que un príncipe engolado nos eche el cuento de que no sabe si es o no es.
Soy dos. Somos dos.
Uno que escribirá su propio epitafio, con una grafía de academia en el que dirá que fue un buen hombre que pastoreaba sus horas y escarbaba en sí mismo para ver si encontraba su escondido talento. Y el otro epitafio que recordará que nunca le gustó su papel de pastor ya que odiaba con entusiasmo las ovejas. No tanto Jeckill, no tanto Hyde, pero algo de alguna forma parecido. Algo asi como un respetable doctor y un señor anodino y siniestro a la vez que vivieran en un cuerpo de dos habitaciones, de dos antípodas personalidades. Vivían, más que en alguna callejuela perdida de un Londres meado por borrachos, en medio de la frontera de dos mundos y una revolución industrial.
Me imagino algo peor, mucho más severo que esa doble personalidad, que esa suerte de simple bilocación. Dada la multitud que habitaba bajo el sombrero y el gabán de un poeta de Portugal, de alguien que rebasaba una simple bipolaridad, supongo que con todos los que fue se podría hacer, más que una carrera de relevos, un cementerio completo.
Se me da por pensar, mientras leo y como un pastel, en el que fui por la mañana y en el que soy al atardecer. En verdad, uno que soy mastica, el otro piensa que sería peor si nos tuviéramos que sentar a la mesa del hambre. O tal vez, disputarnos una cama de hospital ante la peste, ante las dos pestes, la del virus y la de dos gobernantes que ejercen un histérico mandato bipolar. Un par de flechas o bodoques en una misma ballesta.
Soy dos. Somos dos.
En esta semi-clandestinidad adaptada y un tanto mediocre, soy dos. La lluvia que miro y oigo en el patio le agrega barrotes de agua a nuestro encierro. Y en medio de ella, el precioso y rotundo silencio. No el silencio ante un peligro como el que leo en “El diario de Ana Frank”, en la vida en punta de pies que llevó con su familia en la que llamaban “la casa de atrás”, un lugar oculto en una morada de Holanda a prueba del rastreo de la Gestapo.
Ana, su familia y conocidos, un total de ocho seres fronterizos entre el miedo y la vida durante otra vez casi dos años tenían que acuartelar los ruidos, llevar una vida silente pues hasta el sonido del retrete podría delatar sus presencias.
Tal vez por una “terapia de choque” leo en estos días el diario hermoso y terrible que llevó esa niña judía a la que más que una estrella amarilla en la solapa la iluminaba su propio brillo.
En la última carta conocida de su “Diario”, Ana reitera que en su cabeza y en su alma pugnan dos. Y que “en esas dos partes reside” su “alegría extrovertida, sus “bromas y risas”, su “alegría de vivir y sobre todo el no tomarnos las cosas a la tremenda”. Agregaba que un lado estaba generalmente al acecho y desplazaba al otro, a uno “mucho más bonito y claro y profundo”… “Es cierto que soy un payaso divertido por una tarde y luego durante un mes todos están hasta las narices de mí”… “Cuando de verdad logro alguna vez con gran esfuerzo que suba a escena la auténtica Ana durante quince minutos, se encoge como una mimosa púdica en cuanto le toca decir algo”.
Soy dos. Somos dos.
No tengo ni el talento ni la fortaleza de esa niña en tránsito a la adultez, pero algo así me ocurre en el encierro. Bromeo de mí mismo y hasta celebro las burlas que me hago, pero a veces me canso de ser impertinente conmigo y entro en un letargo más bien gris. Pocas veces los dos se ponen de acuerdo. Esto ocurre sobre todo cuando dejo la lectura y me zambullo en la música. Porque ante su poder los dos que soy y que viven pleiteando y entrando en conflagración, uno por su jubiloso pesimismo y el otro por su sospechosa alegría, deponen armas y hacen buena pareja, porque se dejan conducir por la música, que es un festejo del adentro y el afuera. Entonces pienso en cuando nos hacían ir a misa en el colegio. En los sacristanes o monaguillos blandiendo incensarios que creaban a su paso una nube de olor. Y en algo se sentía que pasado el efecto se limpiaba el aire cansino del rito. Nunca soporté, ya en mi adolescencia una moda “hippie” de los sesentas que prendían sándalo y era como un antifaz de olor que apagaba el aroma de la cannabis sativa que circulaba como si fuera una hostia, una ofrenda. Muchos decían, ante mi protesta por el olor dulzarrón e intenso del sándalo, que su aroma limpiaba el ambiente.
Soy dos. Somos dos.
El de antes de la música y el que la enciende. El de antes puede haber estado posiblemente al acecho de que pase algo que espante algunos malos augurios. El que la hace sonar sin duda los espanta. Ahora mismo acabo de escuchar a John Coltrane (“In a sentimental mood”, con Duke Ellington), en un humor sentimental, en un mestizaje con algo de bolero espiritual, como otras veces fusionó el jazz con el gospel. Él y su cuarteto y su saxofón sí que limpian mi espacio. Me perdonarán las empresas de aseo y las mucamas incansables, pero no hay nada que limpie más la casa de impurezas y lugares malsanos que la música.
Lo repito como un mantra, que en nuestra lengua cotidiana es lo que llamamos cantaleta: en verdad no existe nada que limpie más la casa y sus rincones, la casa y sus secretos, que la música. Me agrada pensarlo y ahora escribirlo a dúo. Es una forma de ponerme de acuerdo.
(Fotografía de John Coltrane).