Que más quisiera yo que escribir un “Diario” a la manera de Cristóbal Colón, sobre todo en el momento cuando supo de verdad que el mundo no era como se lo pintaban. Con solo haber descrito una noche como la anterior al famoso “descubrimiento”, una página en la que cuenta cómo él y sus ya retrecheros hombres sienten un aletaje de grandes pájaros que anunciaban la cercanía de la tierra, le hubiera bastado para dejar de ser un simple escribiente. O un “Diario” como el de Witold Gombrowicz, el formidable autor de “Ferdidurke”, un bicho raro que mientras trabajaba en el Banco Polaco de Buenos Aires ya era un escritor irrepetible, alguien al que mortificaba la gloria, que por lo demás no había alcanzado aún y todo lo que tuviera un tinte de neoriquismo, incluído en esto a los poetas de la corte, a Borges y las hermanas Ocampo y a Bioy Casares pues prefería al Chopin que le llegara “desde una ventana de la calle que al Chopin con todo el oropel de una sala de conciertos”. Más aún se ponía mosca si se trataba del fastuoso teatro Colón, pues prefería en su andadura bonaerense los extramuros, los cines y los antros de barriada y la amistad del gran cubano Virgilio Piñera con quien compartía la genialidad en la escritura y los gustos sexuales. Gombrowicz, un paria entre los escritores de “elite” argentinos, era algo así como un genio revulsivo del que solo se tenían noticias vagas, un extranjero más que había huído de la invasión alemana a su país y que no se avenía para nada con Borges y sus amigos. Era un malportado que en realidad hubiera sido extranjero en cualquier parte, inclusive en su cuerpo.
Y bien, sé que mi diario me disculpará, es más, que ni se inmuta por mis cambios de registros y veleidades, por abandonarlo o traicionarlo por estar dedicado a hacerles algunos ajustes a mis “mini-aflicciones”. Lo se porque soy el que le dicta los cambios de rumbo y porque de hecho soy su padrastro, un tirano de facto. Quienes se asomen a estos escritos supongo que tendrán dos opciones: “Read or not read”, como dice Ofelia, mi tía anglófila y sin más remedio shakespereana, que estoy seguro aún vive enamorada de Hamlet, o tal vez del legendario souvenir de una calavera que según dice la trajo de un viaje a Dinamarca. Yo sospecho que en realidad la adquirió en el mercado de pulgas de un pueblo de Cundinamarca, una mentira a medias, en verdad un tanto inocente.
AL PASO DEL DESFILE MILITAR
-Si aprendo a marchar así, ¿podré ser soldado?
-Sí, hijo mío.
-Y si voy a la guerra, ¿me despedirán con banderas y tambores?
-Con pañuelos al aire y besos lanzados desde los balcones.
-¿Y elevarán globos blancos y azules cuando regrese?
-Si apuntas con buen ojo y obedeces te cubrirán de abrazos y laureles.
¿Y me harán una estatua como la que hay en el parque?
-Más grande, hijo mío, mucho más grande.
-¿Me orinará el mismo perro, padre?
Un señor de Aracataca afirma que al regresar de un largo viaje llega primero el cuerpo que uno. Y es verdad. De regreso de Mongolia llegó mi cuerpo, fue a la banda de equipajes número 9 y recogió el pesado equipaje mientras buscaba en un bolsillo del gabán, con impaciencia, el pasaporte. Un tanto aturdido cruzó la aduana. Como nadie lo esperaba tomó un taxi y en media hora estaba en casa. Es como si hubiera llegado el estuche sin violín. Yo tardé varios días en llegar. Peor aún, no he llegado todavía. Hoy voy a recibirme al aeropuerto.
“Todo ángel es terrible”
Rainer María Rilke
En cercanías de la Plaza de Bolívar se desató la refriega entre los manifestantes y la policía. Un bando enardecido arrojaba heridas con una catapústulas de fabricación casera. El otro bando, mejor armado por tratarse de un cuerpo policial, lo hacía con un lanzallagas de origen norteamericano. Las piedras volaban como pájaros inertes, muertos en pleno vuelo. Era una verdadera granizada lunar, un diluvio de guijarros. El niño tenía, a simple ojo, unos cinco años, un balón en la jarra de su brazo derecho, la cabeza abierta y el rostro ensangrentado. Antes de caer desmayado en el sardinel y de soltar el balón que rodó con desgano los peldaños del atrio de la catedral, el pequeño empinó su voz hacia un sargento para lanzarle lo que suponía un grito de feroz amenaza: “se lo voy a decir a mi mamá”. Al día siguiente cayó la dictadura.
El fantasma entró derechito a una vieja librería de Londres, para su gusto un tanto irreconocible, ya sin usinas ni chimeneas, sin velas de cebo ni luces de candil. Abrió un cuaderno rojo con un grabado en la tapa que entrelazaba una hoz y un martillo. Cuando leyó el viejo aserto: “un fantasma recorre el mundo”, recordó el por qué de su fatiga. Tras abandonar los rumbos familiares de comerciantes, aunque no su condición de empresario, se había vuelto un fantasma proletario. Había cruzado guetos y presidios, minas de cobre, casas bombardeadas a placer, fábricas donde los obreros moldean con diligencia sus propios barrotes. Releyó la frase del manifiesto y se sentó en el quicio de la librería a esperar otros cien años de locura. Al momento en que lo abordaron, dijo llamarse Engels y ejercer un viejo oficio de ángel renegado.
El poeta bajó desde su casa en la Calle de Borja hasta la miscelánea del señor Plata, un hombre magro que siempre vestía de blanco y negro, como una pieza de dominó.
Un sol hipócrita y sabanero que no lograba entibiar las tejas del barrio entraba con desgano al almacén y proyectaba sobre el mostrador y el mandil de su dueño una sombra larga.
El señor Plata, en su proverbial discreción, no pregunta por el uso de los objetos que vende.
Envuelve en papel de estraza el lápiz dermográfico a pedido del poeta, que lo guarda en un bolsillo de su saco de paño, tupido y negro.
No es corriente, en verdad, que un escritor compre un lápiz de mina frágil bueno para marcar superficies de metal o de vidrio, y otras más grasas, como la piel.
El siglo XVIII, remolón y desganado, parecía llegar con retraso al país en el siglo XIX, en un viejo carromato tirado por un caballo lento, por un percherón rengo y flemático.
El padre del poeta, don Ricardo, había fallecido 5 años atrás en la casa número 13 de la calle catorce, y ahora lo había hecho su hermana Elvira, una muchacha delicada que en noches de festejo parecía escarbar noticias de otra parte escondidas en las teclas de su piano.
Interior. Claroscuro. Habitación del poeta. Es una tarde de 1896, fría como el cuchillo de un esquimal. En la mesa de trabajo se fragua por azar una naturaleza muerta: un vaso de agua a medio llenar, una taza china, una lámpara que impone su medialuz, un Smith & Wesson y el lápiz dermográfico comprado no hace mucho en la tienda del señor Plata.
El médico Juan Evangelista Manrique accede al capricho del poeta de pintarle con el lápiz dermográfico el lugar exacto de su corazón, que a esa hora parpadea de manera incesante.
La noticia recogida en un diario solo dirá, cuando se sepa de su muerte, que “parece que hacía versos”. La leyenda agregará, como quien menciona un suceso extravagante, que una noche se hizo trazar el mapa de su corazón y que de tanto en tanto, el estallido de un disparo vuelve a rasgar el aire del vetusto vecindario.
Robert Creeley, a quien no conocí en el verano de 2003, solía decir que ser escritor es viajar liviano de equipaje, que hasta las gentes de un medio puritano como el suyo envidian que las palabras sean algo que podemos llevar fuera de casa, como su padre médico llevaba el instrumental quirúrgico en su maletín. El asunto, más allá del material de la alforja, la valija o el baúl, es qué palabras guardar a la hora del viaje. Es sabido que los ridículos hombres de negocios no dudan en llevar en su equipaje palabras precisas con un amplio peritazgo en jaulas y emboscadas. Hay poetas que llenan de trinos su maleta de viaje, de nombres de diosas y pájaros exóticos. Parecen dispuestos a declarar en la aduana amores marchitos y flores desangradas. Al abrir uno a uno sus cerrojos brota un aroma de alcanfor y sueños postergados. Conocí un poeta del Sur que guardaba en su maleta de viejo comodoro la palabra alcachofa. Cuando crecía su tenaz apetito sacaba la palabra, la deshojaba, le agregaba sal de mar y se tumbaba en su cama a masticarla. No voy a hablar de las palabras secas que guardaba en su saco de alpaca mi poeta de la guarda, pero diré que cuando lo abría, brotaba de su adentro un viento arisco llegado de la puna y su voz parecía llovida de sí misma, aún en el tope del verano. Mi sombra, que por años ha cargado a regañadientes mi morral como si fuera un paje jorobado, como una pobre y borrosa silueta mercenaria, estoy seguro que quisiera abandonar su presencia esclavizada. Robert Creeley, a quien no conocí en el verano de 2003, solía decir que ser escritor es viajar liviano de equipaje, llevar la palabra fuera de casa, como su padre médico llevaba el instrumental quirúrgico en su maletín. A todas estas, de regreso a mi ciudad, no deja de perturbarme la imagen de una valija que gira solitaria, una y otra vez, en la banda de equipajes. A lo mejor guarde la palabra perdida, la llave para descubrir el reino del silencio.
Hay quienes te lisonjean por los poemas que escribes. ¡Atención!, las manos que te aplauden te pueden estar al mismo tiempo construyendo los barrotes de tu cárcel. Desconfía de los caballos de madera que te regalen los griegos.
Se nos extravió la voz en medio de un bosque espeso de palabras. Se nos perdió en el sendero de los vendedores de humo. Quien la encuentre recibirá una buena recompensa. También es bueno recordar que entre lo que quiere decir el poeta, lo que en verdad dice y lo que creemos que dijo, se nos oculta el misterio.
El rey Carlos XIV, llamado Jan de Suecia, no se dejaba ver desnudo de sus médicos y ni siquiera de sus sorprendidas amantes a quienes esperaba bajo los edredones en su soberbia cama, ubicada en la mitad del fasto del Palacio Real de Estocolmo. ¿Qué escondía? No era noble de cuna, era un franchute común y rupestre, tenía un pedregoso pasado jacobino y en su mocedad había participado de buena gana en la Revolución francesa, pero esa prehistoria levantisca no era ignorada por la nobleza sueca, permisiva con el revoltoso extranjero.
La historia dice que el motivo para que el rey no se dejara ver desnudo, “ni siquiera de sus espejos”, nacía más bien del temor a revelar un tatuaje jacobino que ocultaba bajo su ropaje pluvial y que decía en un francés combativo y guillotinero: “mort aux rois”, “muerte a los monarcas”. Alguien aún más pérfido y aristocrático afirmaba que el tatuaje estaba escrito con mala ortografía, que es como llevar en el cuerpo para siempre una errata peor que una mala conciencia. Hecho a la idea de su nueva vida, a la que llegó por trucos del destino y de la guerra y por haber desobedecido a Napoleón en una batalla, el monarca seguía sin embargo siendo una suerte de vasallo de su pasado y no quería exponerse a ser ejecutado por algún siervo que al leer la leyenda tatuada en su pellejo resultara en extremo obediente a la consigna escondida. Y que entonces, sin desgano, ejerciera su cuchillo. Jan de Suecia parecía compartir la idea del satírico Horacio en su “Poética”, su fatigada expresión “coram populo”, que es la idea pérfida de que no se deben mostrar al pueblo ciertos asuntos. Lo que menos esperaba Carlos XIV era oír de su hijo y sucesor, aún niño, su voz chillona lanzada al cortejo de sus solemnes y sorprendidos chambelanes: “el rey va desnudo”. Y que sus siervos quisieran seguir la invitación perentoria de su vieja piel regicida. A lo mejor Andersen ignorara esta historia, porque la vida trágica de los reyes es siempre circular.
Prendería “La Generosa”, al servicio de la cultura, alquila poetas y rebaja sus intereses.