(XXII) Jueves 23 de abril

(XXII) Jueves 23 de abril


MAPAS DE LA LENGUA

 

Y bien, me pilla entre paredes el día del idioma y es extraño porque curiosamente en las calles y en muchas casas se habla con predominancia el esperanto del silencio.
He querido rescatar y reescribir estas líneas en relación a la lengua que de forma mayoritaria hablamos. Y que es la tercera que más se habla en el mundo, según dicen los topógrafos de la lengua.
Lo hago para sazonar la cuarentena y para festejar, entre otras, la palabra caballo que galopa las estepas del lenguaje, pero sin olvidar que más allá o más acá de la lengua oficial hay más de sesenta lenguas indígenas en Colombia, sin contar la lengua rom de los gitanos o la lengua afro de Palenque. Ah, y la jerga orillera que algunos llamas “parlache” o lengua del “parche”, una suerte de jugoso argot que cuenta con la hermandad del lunfardo argentino, del coa chileno o de la replana de Perú, que también son jergas orilleras. El enriquecimiento del lenguaje nace de bien abajo, es un lenguaje cifrado que cuando se descifra hay que cambiarlo porque ya ha hecho su ascenso a la clase media, para luego llegar a una bobalicona burguesía que ni entiende bien lo que está diciendo.
Por todo lo anterior tengo en mucho valor el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Colombia que realizó el Instituto Caro y Cuervo en 6 volúmenes y un suplemento, en el que se trazan unos mapas de la lengua que demuestran la riqueza y la malicia del habla popular, de un habla que se esconde bajo la piel de lo castizo, de aquello que tiene “casta” y un origen conocido.
He vuelto, aislado del tema pestífero o pandémico, a hojear páginas de este acervo de nuestro idioma. Y a recordar desde una memoria agradecida al lingüista y dialectólogo Luis Flórez (Líbano, Tolima), que puso en mis manos ese tesoro de los mapas dialectales de un país que no para de hablar y de escribir, aunque la pandemia haya nutrido una especie de habla interior, una introspección y una forma de hablar consigo mismo.
Es bello y extraño recordar que Pizarro, que fuera un niño expósito, entre mercaderías, espejos y abalorios, trajera a la par de su ambición la palabra alforja nacida en el mundo árabe. Y que también haya venido en una carabela la palabra beso en la palabra boca y la palabra puñal en la palabra herida. Y la bella palabra caballo que me gusta ver cómo corre o pasta en el lenguaje.
No se puede leer sin asombro que el equívoco y ambicioso almirante don Cristóforo escribiera en su diario que toda la noche, a punto de llegar a estas tierras desconocidas, sintiera sobrevolar bandadas de pájaros que trazaban la palabra tierra en la palabra aire.
La memoria, adosada a la palabra, no borra noches criminales, paisajes de nubes rojas como algodón de enfermería que podrían esconder un museo de la guerra: flechas rotas y trabucos detonantes, heridas de arcabuz, cuerpos yacentes bajo el estruendo del cañón y el ardiente sol del curare.
Si algo se pudiera celebrar hoy, no creo que sea el dudoso concepto taxonómico de un idioma puro sino, con todas las laceraciones de un mestizaje por violación, la lengua en la que también escribimos, esa mezcla castellana y árabe y aborigen del azaroso cruce en el que nos comunicamos. O en el que intentamos hacerlo, sin mucho éxito.
Los incas fueron conquistados por hombres que hablaban “a solas con unos paños blancos”, según la metafórica expresión del inca Garcilaso. Los antiguos peruanos describieron de esa manera el diálogo con las voces escondidas en los libros. Se podrían festejar los rebaños de palabras que recorremos, pero no olvidar que cuando Pizarro apresa y asesina a Atahualpa, emporca la palabra vellocino, dudoso símbolo de realeza.
Al llamado del jaguar, al llamado de palabras dormidas en las lenguas cercenadas o abolidas, nos sorprendemos de llevar dioses y demonios escondidos. Tláloc, señor de la lluvia, con “chaquetín de rocío”, Quetzalcoatl, “dios del viento”, Bachué, una diosa que no se cansa de lavar el agua, de lavarla entre las piedras del tiempo o Buziraco, un demonio de estirpe africana perseguido por los sacerdotes cristianos. Festejo lo que evocan las lenguas de los antiguos moradores.
Me gusta la hermosa lengua en la que pienso y escribo, entre otras cosas porque me sirve inclusive para buscar significados ocultos y corroborar a Jules Michelet y cómo los dioses de la religión vencida se convierten en demonios de la religión triunfante, como sucedió con los dioses paganos, con Pan o Dionysos, y en nuestro caso con el desplazado Buziraco, desterrado con agua bendita en Cartagena de Indias, una ciudad que no por capricho tiene algo de apartheid.
Las literaturas indígenas han sido casi abolidas, como si no pertenecieran al cuerpo de una cultura que para algunos, y de manera brutal, sólo empezara a contar a partir de la Conquista. A veces su poesía es juzgada de manera servil como primitiva, por lo que bien vale la pena recordar una afirmación de Jorge Zalamea Borda. Decía Zalamea: “En poesía no existen países subdesarrollados”.
No es subdesarrollada una poesía que hace puentes entre el sueño y la vigilia o en la búsqueda del trasmundo y de las más poderosas analogías, dentro de unas premisas que se asignan como un descubrimiento privativo del surrealismo y sus manifiestos.
No puede ser subdesarrollada una comunidad como la de los kunas asentados en el golfo de Urabá, una comunidad que ya tenía desde la poesía una visión que podría llamarse comunitaria y equitativa, a caballo entre el mito y la cotidianidad.
En el llamado día del idioma, festejo el castellano y su vivo mestizaje. Sus aguas mezclan en un mismo río a Heráclito y Bachué, a Miguel de Cervantes y Buziraco.

(Ilustración: Pictogramas precolombinos).

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