Hace poco me preguntó por qué mi insistidera alrededor de Nadie. Me parece que esta mañana es propicia para intentar una respuesta, porque al asomarme a la ventana veo que todo transcurre bajo el dominio silencioso de Nadie.
Le respondo que tal vez, y solamente tal vez, sea porque Nadie me resulta un personaje tan inasible como la poesía misma, como el viento al que no vemos pero que sentimos que pasa porque hacia él miran las hojas de los árboles y las veletas. Y porque en verdad todos somos un conato de nadies, un paréntesis entre dos nadas.
En el plano humano, Nadie puede ser un N.N. O tal vez Ahasverus, el judío errante de la leyenda que cambia de nombres y puede llamarse Isaac Lequedem o Juan Espera en Dios, o en nuestra cotidianidad, el que salió del mundo sin dejar sus huellas particulares. Ulises tuvo por nombre Nadie, como lo llamaban sus compañeros de aventura mientras se alejaban o regresaban de Itaca.
En un plano moderno puede ser un grisáceo escribiente llamado Bartleby, un auténtico don Nadie que según parece solo tuvo tratos con Herman Melville. O tal vez el Capitán Nemo, o Capitán Nadie, a bordo del “Nautilus”, un personaje del que tuve noticias por algunas infidencias de Julio Verne. Todo esto, amorosa Mariana Ruiz, fue lo que me impulsó a escribir “Cartas a Ninguem”.
En 1990 se me volvió a aparecer Nadie en el Jardín Botánico de Medellín. Mientras leía unos versos de poeta en Nueva York donde García Lorca habla de “las rosas maniatadas por los fabricantes de perfumes”. Un hombre anciano con unas grandes tijeras cruzó el patio de azaleas y pareció esfumarse en un paisaje de olor. Ese domingo empecé a garabatear una “Breve historia de Nadie”, poema en prosa que es además un homenaje a Vladimir Nabokov:
Dice el señor Nabokov que la literatura no nació cuando un niño de un valle del Neandertal llegó gritando: ¡un lobo!, ¡un lobo!, y tras de él, cuatro patas al aire, un lobo gris blandía su lengua chasqueante. Dice, mejor, que la literatura nació cuando un niño de un valle del Neandertal llegó gritando: ¡un lobo!, ¡un lobo!, y tras de él Nadie venía. Desde entonces Nadie es un eterno personaje, un fantasma en los valles del poema.
Que recuerde, he leído poemas sobre Nadie, el ya citado de Paul Celan, (“la nada es la rosa de nadie”) en Enzensberger (“Oda a Nadie”), o uno que tengo olvidado de Emily Dickinson.
Nadie es un fantasma que entra y sale por muy largos trechos de la poesía del mundo, vadea aduanas y es más apátrida que el viento. Me asaltó por primera vez en 1973 y sin aviso me visita a cada tanto. Con el poema “Nadie” abro mi primer libro “Memoria del Agua”. Luego, dado su carácter tozudo y entrometido, husmea en mis versos como uno de esos inoportunos que se asoman a nuestras espaldas a fisgonear lo que leemos o escribimos.
Últimamente, Mariana, asalta algunas páginas sin mi permiso. En “Cartas a ninguem”, que como ya sabe salió en días de pre-cuarentena, una época muy en la órbita de Nadie, se me volvió a atravesar. No es en balde que el libro tiene en la tapa un dibujo de Juan Antonio Roda titulado “Retrato de un desconocido”.
Por supuesto, mi Nadie no es el legendario soldado desconocido que mantiene una antorcha encendida en su tumba. Yo preferiría la tumba del poeta desconocido, porque estoy seguro que son centenares los que se llevaron el secreto de ser grandes poetas, mientras otros se dedican al usufructo del aplauso.
Hoy, que por las plazoletas y las calles se pasean Nadie y Ninguno como Pedro por su casa, me siento en cierta forma entre familia. Nadie toca a mi puerta. Nadie viene a venderme un seguro de vida ni a garantizarme el Paraíso. Ni siquiera los Mormones. Nadie intenta venderme una rosa roja robada en el jardín de Paul Celan. Nadie me trae una carta pero cuando la trae tiene una dirección equivocada. Creo que en verdad es un mensaje para un Coronel que no conozco y que según parece vive en un pueblo insomne del Caribe.