“No hay ensayo más breve que un aforismo”
Gabriel Zaid
No hay nadie más desvelada que la propia noche. Aún en el silencio rotundo de estos días ella se fisuró de pronto por el llanto suplicante de un niño, y ya no preciso si la pobre noche quedó más desvelada que yo. Decido, para volver al sueño, no contar ovejas porque ya estoy hasta el cogote de nuestra mansedumbre lanar. Ni cuento tampoco lobos, porque estos mamíferos tienden al aullido nocturno y aumentan el desvelo y por otra parte no tengo vocación de licántropo.
Enciendo la lámpara de mesa.
Abro “Para un funámbulo”, un bello libro que migra del aforismo al poema y que a veces roza el relato breve. Habla de las dotes de equilibrista que debe tener el hombre en el mundo, de cómo tensar la cuerda para pastorear abismos, como lo hacía un viejo equilibrista de plaza en el Zaratustra de Nietzsche, ese sabio hombre con un bigote tan espeso que pareciera estar comiéndose una golondrina.
El libro de Jean Genet me atrapa hasta que se me empieza a ladear la cabeza y no propiamente por desgano o aburrimiento, sino porque esto de saltar vallas imaginarias para dormir no funciona pero sí lo hace la demanda de lo que Kafka llamaba “su majestad el cuerpo”. En este caso, un cuerpo lastrado de horas de dar vueltas en torno a sí mismo, como una ballena de acuario a la que un día liberaron en el mar pero siguió dando vueltas en torno a su antiguo cautiverio.
He querido volver a hacer un libro de aforismos. Y al desgaire, sin orden ni concierto, voy escribiendo algunos escolios a la pandemia. Un libro de aforismos, y me estoy auto-saqueando, es como una farmacia: grajeas de dolor, miligramos de desdicha, placebos de amor, cuentagotas de ironías. Debe decir en un lugar visible: “Manténgase fuera del alcance de los niños” También saqueo mi olvidado Rocabulario pensando en el aforista, que es aquel que rompe en esquirlas un inmenso cristal y en los fragmentos multiplica sus rostros. Pero para salir del atolladero del auto-plagio mejor recuerdo a Cioran: “Existir es un plagio”.
A lo mejor, me digo, todos estos devaneos son para huir, no del virus que recorre el mundo como un fantasma sin manifiesto, sino del tema que por obvias razones nos obsede y que de pronto va a crear una implosión social con ribetes pocas veces vistos. Basta ver que en algunas ventanas de casas y edificios de esta capital desolada, muchas familias han izado unos trapos rojos como se usaban para anunciar un expendio de carnes. Estos trapos rojos señalando un punto de miseria es algo que mi amigo Toni Daleman llama con acierto “las banderas del hambre”.
Sin quererlo termino hablando del tema que nos ronda una y otra vez a lo largo de estos días. Ocurre algo así como en el poema del viejo Epifanio Mejía cuando señala que la luciérnaga, nuestro cocuyo, va “huyendo de la luz, la luz llevando”.
Recuerdo mis días de noviciado literario. Escribía a diario con poca y esquiva fortuna pero cuando creía haber logrado algo durante la noche, algo que consideraba plausible, al despertar y leerlo tenía ganas de palmotearme la espalda como único testigo de mi genialidad. Pero en verdad, eran más los días en que me miraba al espejo con rencor. De haber tenido a mano un saco de tomates, el cristal hubiera quedado más enrojecido que mi vergüenza.
Son tantas las imágenes que me asaltan de forma fragmentaria, que me animo a escribir esta granizada de cápsulas, aforismos, esquirlas de pensamientos y de líneas que me resultan casi mini-relatos: