(XXXVI) Miércoles 20 de mayo

(XXXVI) Miércoles 20 de mayo


CLAUSTROFILIA

 

De puro inoficioso se me da en pensar en los oficios. La palabra oficio, y hoy amanecí con aires de gramático, viene del latín “oficium”, que según la “Real Academia Española” significa ocupación habitual. En el caso de los amantes del ocio, pido membresía, y de contadores de nubes, me adhiero, por falta de ocupación tenemos intensas luchas contra una consigna de un rumano díscolo llamado Cioran: “Tomo una decisión, la anulo y me acuesto”.
Aparte de la significación habitual que le otorga el diccionario a la palabra oficio, vale la pena recordar otras funciones del vocablo. Si alguien se refiere al papel, el tamaño oficio cumple con un espacio mayor para escribir cosas útiles y hasta inútiles, como esta que garabateo, un tanto feliz de descubrir algo que me ha traído de regalo la sorpresiva y alevosa pandemia: la claustrofilia.
Recibir un oficio, en la jerga oficinista, puede poner a temblar a quien hace las veces de receptor. Oficio de difuntos es el que se reserva la santa madre iglesia para orar por los que abandonan el mundo y sus placeres. “Coger oficio” es lo que recomiendan las madres y las abuelas de los que se dedican a cosas tan inútiles como la poesía, que es lo más parecido a hacer agujeros en el agua. Bueno, a la poesía y a otros menesteres que no reportan ni por equivocación beneficios pragmáticos. Aunque hay quienes, valga recordarlo, le sacan plusvalía a las musas mientras llevan a cabo alguna tertulia de sombras.
Hay otra asignatura para esta palabra: cuando se habla de un abogado de oficio, la expresión señala que dada la condición económica del hasta entonces ciudadano, de alguno de tantos arrojados a una minusvalía social, el Estado que siempre es magnánimo, pone a su servicio un abogado. No quiero dudar de la idoneidad de quienes tienen que asumir ese rol. Pero del abogado el sombrero.
Buenos oficios son aquellos que hace alguien por su prójimo o, para estar en la onda del género, por su prójima. Así que la palabra oficio es multi-usos como muy pocas.
Se le pregunta a los viajeros que llegan a una aduana o a un hotel qué oficio tienen, y es cuando los poetas no sabemos qué diablos poner en el formato que nos extiende quien tiene por oficio averiguar el trabajo de los demás. Si es en la aduana, a los poetas se nos pregunta si tenemos intención de quedarnos para siempre en la ciudad, con cuántos dólares contamos para la estancia, y sobre todo qué coño vamos a hacer para alimentarnos. Si es un hotel, nos inspeccionan desde la punta de los zapatos hasta el maletín, nos miran como a unos bichos raros, como a un ovni o a una rara y muy poco llamativa aparición.
Tiene la palabra mencionada muchas bellas y contradictorias acepciones.
Antaño tenían una asociada al término “princeps tenebrarum”. o príncipe de las tinieblas. Y tras ella venía con cruces bamboletantes una tenebrosa asociación llamada el “Santo Oficio”, que es el otro nombre de la santa inquisición. Ni más ni menos es algo que pervive en los delirantes partidos de derecha. Para los diabólicos inquisidores que quemaron a quienes tenían por oficio la insumisión, su ministerio era noble y muy santo su proceder.
Hago una larga introducción sobre la palabra oficio solamente para hablar de uno extraño que en mi infancia me llamaba poderosamente la atención. Un oficio dedicado a la herrumbre y al metal. Recuerdo al viejo cerrajero que conocí en mi reciente infancia. Era amigo de la casa y de todo el barrio. A mi madre le decía doña Clara. A mi tío lo llamaba camarada. Lo recuerdo con su negro bigote de herradura que lo hacía ver como si estuviera comiéndose una golondrina. Se paseaba como un galerista entre candados, llaves, llaveros, cilindros, taladros, destornilladores, tenazas, cerraduras y martillos.
Hoy, enclaustrado como un monje al que se le han olvidado las oraciones, me parece que el dueño de la cerrajería, don Pascual, era algo así como el director de un museo de emergencias: candados para asegurar las rejas de un taller de mecánica, llaves para entrar y salir de los pequeños paraísos de las casas, seguros para complicarle la vida a los ladrones. Estoy seguro de que la más bella del condado barrial nunca se enteró de que algunos muchachos la espiaron, que lograron habituar el ojo a la medida del cerrojo.
Una vez me enviaron, pues don Pascual entreveraba su oficio de cerrajero al de ferretero, a comprarle un martillo. En casa querían colgar un retrato de la familia materna en la sala. Yo no entendía por qué diablos mi extraño tío siempre se empecinaba en buscarle al martillo una hoz como irremediable compañía.
A esta hora vespertina, de nuevo un viejo fantasma llegado de Comala me inquiere, me cuestiona este ejercicio que realizo y que no tiene nada de nostalgia sino, más bien, de pandémico enclaustramiento. Estas fueron sus inquietantes y misteriosas palabras, casi susurradas: “No se cómo has podido entrar cuando no existe llave para abrir esta puerta”.
En mi terca memoria dibujo una puerta, le diseño un cerrojo y a la vez una llave maestra para abrirla, es una especie de fisura en mi cotidiana claustrofilia. Resulta extraño que no me haya perturbado más este prolongado encierro, habiendo sido durante tantos años un empedernido medidor de calles sin afanes. Ni teodolito.
Ahora solamente mido en silencios los pasos contados que van o vienen del salón de los libros a la cocina, de la cocina a la cama, de la ducha al escritorio. La biblioteca está a dos minutos del café, la cama a tres desperezos de la ducha, su amaestrado río a cinco lápices de la mesa de trabajo.
Hay algo en todo esto que me sirve de bisagra entre el encierro de hoy y un pasado entrevisto como parte de mi nutrido equipaje.
Son las grandes aventuras domésticas de un viajero que se mueve con franquicia, sin peajes, fronteras ni aduanas, entre sus cuatro muros cardinales.

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