(XXVIII) Sábado 2 de mayo
EL TIEMPO
Cioran
El reloj biológico corre más rápido que yo, pero el tonto que soy ni siquiera lo nota. Pienso en un hermano de mi madre. Ese tío fue una extraña cruza de patafísico y estalinista. Del primero aprendí algunas, muchas cosas, por ejemplo, a invitar a la risa a nuestra mesa y verle el lado cómico a las cosas. Del segundo no aprendí nada, o quizás por negación aprendí a huir de las charlas de personas como sus amigos, unos señores que hacían discursos a rajatabla sobre uno que otro dogma, o sobre casi todos los discursos que repetían en las plazas.
Por él supe que “los relojes pierden el tiempo” (“A Luis Tejada, elegía humorística”). Ese revoltoso tío que estuvo a cada rato preso por tomas de tierras, huelgas de hambre y llamados a la revuelta, fue el causante de que cuando un pariente me regaló mi primer reloj, yo lo mirara como a un estafador. Como a alguien que en mala hora me quería engañar con un instrumento que -supuestamente- me iba a indicar en qué tiempo me encontraba.
Lo he recordado hoy porque he tenido más conciencia de lo que es el tiempo entre muros y lo que puede comportar una maestría en introspección. Y más aún, por padecer esta especie de entrenamiento para cualquier encierro carcelario, “y el día esté lejano”, como diría Porfirio Barba Jacob, el azufrado poeta de Santa Rosa de Osos.
Creo que esta pandemia habrá de cambiar, inclusive, el refranero. Aquello de que el tiempo es oro, por ejemplo. Si el tiempo es oro, creo que todos en este planeta, sin distingos, somos ahora más ricos que el Rey Midas y hasta más que un banquero, porque aprendemos a acumular horas como un avaro acumula lingotes.
Cuando Rimbaud nos escupió su sentencia: “he aquí el tiempo de los asesinos”, no necesitó mirar el calendario de 1874, el mismo año en que publicó “Las iluminaciones”, ni ningún otro tiempo específico, pues la verdad todos los tiempos desde el buen hermano Caín en adelante han estado poblados por legiones de asesinos.
Es tanto el tiempo libre del que gozamos en un encierro que ni siquiera necesitamos medir las horas. Y esto a pesar de la naturaleza ordenadora tan propia de los seres humanos.
Para los estadistas de guerras y pandemias hay un adminículo para ayudarles a ejercer su oficio. Se trata del necrómetro, un medidor de fallecidos recientes o por fallecer. Para los hombres de campo existe el pluviómetro, rudimentario instrumento que sirve para medir la densidad de las lluvias en un tiempo definido. Hay quienes miden en su cronómetro la larga maratón de los días. Pero también los que, como los héroes de esta hora, miran con atención un termómetro para ver qué tanto sube el pequeño tren del mercurio.
Hace rato, y no me vendría nada mal, que no encuentro el ociómetro, un objeto casi mágico que compré en una tienda china en San Francisco, mientras un amigo me apuraba para que fuéramos a conocer el Golden Gate.
En otros tiempos a los que no me atrevo a calificar de normales, pues dudo que haya existido alguna época que podamos llamar de esa manera, yo medía las horas por los ruidos, los sonidos y las voces de la calle. Las 7 de la mañana invariablemente la daban las voces de los niños que esperaban el bus del presidio escolar. Las 9 de la mañana siempre venían asociadas al ladrido de los perros del vecino caradepalo que los sacaba a pasear y a darles órdenes en no se qué enrevesado idioma. Las 12 del día las daba de manera casi invariable don Braulio Buriticá, un viejo dicharachero, paisano de Barba Jacob. El hombre tenía bien calculada la hora del almuerzo en familia para gritar su convincente pregón: “Aguacates, más baratos que en el árbol”.
“El tiempo tiene un miedo cienpiés a los relojes”, decía César Vallejo y es que una cosa es el reloj y otra muy otra el tiempo. Al diablo con los relojes de leche de Babilonia, con las clepsidras de las diosas del agua, con el transcurrir de un mismo cuerpo dos veces en el mismo río. No hay nada que transcurra más que el tiempo, decía un profesor medio sabio que nos daba clases en el Liceo Perogrullo.
En contravía de la clásica definición de que el tiempo se marca por épocas, por semanas o períodos, en cuarentena cambia de acuerdo a la percepción individual. La medida del tiempo organizado ha ido en estos días de encierro desapareciendo. Tal vez solo miremos el reloj para controlar el hervor de la pasta al dente, esa pasta que no se entrega del todo a la mordida.
Dormir de día y trabajar de noche se ha vuelto algo recurrente. Por todo esto creo que nos calza bien la “Oración de los bostezadores” de Luis Vidales:
Señor.
Estamos cansados de tus días
y tus noches.
Tu luz es demasiado barata
y se va con lamentable frecuencia.
Los mundos nocturnales
producen un pésimo alumbrado
y en nuestros pueblos
nos hemos visto precisados a sembrarle a la noche
un cosmos de globitas eléctricas.
Señor.
Nos aburren tus auroras
y nos tienen fastidiados
tus escandalosos crepúsculos.
¿Por qué un mismo espectáculo todos los días
desde que le diste cuerda al mundo?
Señor.
Deja que ahora
el mundo gire al revés
para que las tardes sean por las mañana
y las mañanas sean por la tarde.
O por lo menos
-Señor-
si no puedes complacernos
te suplicamos todos los bostezadores
que transfieras tus crepúsculos
para las 12 del día.
Amén.
Lo curioso de este ensalmo, de esta petición al Señor por parte de un poeta ateo, es que apenas hoy sea atendido tras más de 70 años, mal contados en un ábaco de hielo. Tal vez por sus múltiples ocupaciones el Creador se demoró en oír la plegaria del poeta de Calarcá porque no le llegaban buenas noticias de su autor. Hoy le ha cumplido. Le ha prestado atención, sobre todo a la sencilla petición de que “los días sean por las noches”.