(XXXI) Sábado 9 de mayo

(XXXI) Sábado 9 de mayo


 

No hace mucho, si pensamos en la ancianidad de la historia, un impresor llamado Juan de la Cuesta, un legendario personaje que debería ser, lo digo de puro entrometido, el santo patrón de los editores, publicó en un día como hoy (1605), “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”,
Gracias a él, y por supuestísimo a Cervantes, Rocinante pasta en nuestro antejardín sin temor a monstruos invisibles como el ejército fantasmal que enarbola el oscuro pendón de la pandemia.
De la Cuesta fue un personaje capital del Siglo de Oro, llamado así porque entre otras cosas, en esa centuria se publicó la gramática de Antonio de Nebrija, el texto inaugural sobre la lengua en la que no nos entendemos. También, se me sale el alma criolla, porque el brillo de ese metal áureo desde “nuestra América”, diría Martí, imantó a los viajeros españoles.
Lo confieso, me hago trampa en el registro cronológico de este pandémico diario, porque esta carta apócrifa de Funes el memorioso a Lorenzo de Miranda, la escribí hace algún tiempo pero se mantenía inédita. Acá va reescrita de nuevo por este pandémico amanuense de mí mismo. Por el escribiente que soy y que por ahora obedece a mis caprichos como un paje. Dedico esta página de mi diario a los voyeristas que se asoman desde sus respectivas cuarentenas a este herético diario. Es una carta que escribió Funes el memorioso, ese personaje que tiene una inteligencia con gavetas, todo almacenado en su memoria, y al que Borges puso a rememorar en su libro “Ficciones”.

Señor:
Lorenzo de Miranda
Castillo o Casa
Del Caballero del Verde Gabán
Vivo de inquilino en las páginas de un libro, como usted vive en las suyas. Me asedia la memoria como a otros los asedia la locura. Por ejemplo, y es algo que he compartido con un escritor que desde su avanzada y progresiva ceguera razonó sobre mi debilidad por la memoria llamándome el memorioso, me apasiona la historia o la leyenda de Ciro, el rey persa que sabía uno a uno el nombre de los innumerables miembros de su soldadesca. A mí me atraen como imán otros datos sin importancia, de tan precaria trascendencia para el resto de la olvidadiza humanidad.
La leyenda sobre mis portentos memoriosos se los debo, pues, a ese escritor que vivía en la admiración de que un hombre corriente, y se incluía en tan gregario racimo, no pudiera ver sino lo grueso de los objetos, sus formas evidentes y que yo, Ireneo Funes, hijo de una mujer cuyo oficio doméstico era planchar ropas ajenas e hijo de un padre de oficios variopintos y hasta inventados, pudiera, donde todos ven un pan, casi adivinar el movimiento propio del trigal del que proviene. Algo así como ver las partes y no engañarse únicamente con el todo.
Pero no estoy, a pesar de ese don, dotado para ser crítico de arte o cosa parecida. Aunque sepa que el córtex prefrontal dorsolateral izquierdo es la parte del cerebro humano responsable del juicio estético visual, según comprobaciones de un grupo de científicos de su rumorosa España, que realizan sus investigaciones en la Universidad de las islas Baleares.
Hoy, un día cualquiera en el que me sé a punto de morir, pues todo indica que mis pulmones se congestionan, he leído, mi hidalgo señor Lorenzo de Miranda, unos versos suyos, unas raras glosas que ya puedo repetir como quien enciende en su cerebro y en su lengua un eco guardado en las gavetas de la memoria.
Me he decidido a escribirle desde la ficción de mi existencia y desde la aflicción de la misma. Y es que sus glosas –con sus justos cuatro versos- y sus sonetos que tanto entusiasmaron al señor don Quijote hasta hacerlo decir a él, tan docto en letras, que se las estaba viendo con “el mejor poeta del orbe”, esos versos, repito, se entreveran a cada paso con mi vida:
¡Si mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el tiempo ya
de lo que será después.
Esas sesenta y nueve letras bastaron para colmar mi atención. Quisiera el cielo que “mi fue” anclara en lo que soy, sin vivir de prestado en memorias ajenas. Pero estoy condenado a repetir. Puedo repetirle, por ejemplo, uno a uno los diálogos que usted, mi buen señor, tuvo con un caballero andante llamado don Quijote de la Mancha. Y todo lo que tuvo ocurrencia durante su estancia en el Castillo del Caballero del Verde Gabán, su legítimo padre que tropezara e invitara al de la Triste Figura tras oírlo hablar de poesía y de historias remotas de caballería, muchas de ellas entreveradas. Los versos de Garcilaso de la Vega dichos por don Quijote en homenaje a Dulcinea del Toboso y su dulce y enfebrecida explicación de la ciencia de la caballería andante, ciencia que contempla conocimientos teológicos, médicos, de aromado herbolario, de astrólogo y tantos otros saberes, me condujeron a verdades que yo solo consigo enumerar.
Nunca escribo versos tan finos como los suyos, don Lorenzo, pero los aprendo, que es otra forma, un tanto huera, valga la verdad, de grabarlos en una tarja invisible. Sé que usted afirmaba no querer parecer “de aquellos poetas que cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se los piden los vomitan” y desde entonces me cuido de decir aún los que otros me prodigan. Me atrevo a decirle Don, pues entiendo que esa palabra, descompuesta en cada una de sus letras, quiere decir De Origen Noble. Y lo hago a pesar de sus dieciocho años de edad, según las cuentas de su padre, Caballero del Verde Gabán.
Mi locura es cartesiana, don Lorenzo, no como la de su bizarro huésped, el “entreverado loco lleno de lúcidos intervalos”. No tan cartesiana quizá como la de Pierre Menard, otra invención de mi creador o, mejor, un alter-ego de mi amigo Borges, ese poeta nacido en Buenos Aires en el año de 1889, el mismo año en que él, mi padre literario, anunció mi muerte por “congestión pulmonar”.
Pues bien, ese tal Menard, tuvo vocación de espejero, pues se dedicó a copiar, como un servil espejo, las aventuras narradas por ese historiador árabe de nombre exótico como el Oriente, Cide Hamete Benengeli. Era como si Menard atrajera desde las antípodas una estrella fugaz con un espejo. Pero yo no he muerto, en puridad. Vivo de inquilino en las páginas de un libro, como usted vive en las suyas.
No me agrada confundir las historias, pero hablando de espejos, esa Dulcinea que le evocaron unas simples y ordinarias tinajas a don Quijote en casa de su generoso padre, de don Diego, tan solo por haber sido torneadas por alfareros del Toboso, esa Dulcinea,
repito, se refleja sin permiso en muchos otros cristales.
No es que ella, la amada evanescente, preguntara como lo hace la madrastra de la saga infantil a su servil cristal quién es la más bella del universo. Pero bastaba con que su espejo fuera azogado por las fabulaciones conmiserativas de Sancho o por el otro espejo de locura del andante señor de las derrotas, para que apareciera como la más hermosa mujer y la más dulce utopía del levantisco caballero libertario.
Le envidio haber conocido a Don Quijote, un Cid en armas, un Cicerón en elocuencia, como dice su historiador. De la misma manera envidio el coloquio sostenido por su padre, don Diego de Miranda, con el andariego y estrafalario señor de los caminos, mientras va trocado en el Caballero del Verde Gabán, intercambiando opiniones y creencias.
Que las palabras del Quijote sobre la poesía lleguen de nuevo a usted, don Lorenzo. Las repito memorizadas del coloquio que tuvo con su padre: la poesía “no ha de ser vendible”, dice en un momento. “No se ha de dejar tratar de los truhanes”, agrega. Y es que su padre, antes de llevar a Sancho y a su amo a las estancias del castillo, le habló con orgullo de hombre generoso e inteligente, de un hijo “embebido” en los reinos de la poesía. También afirmó que “letras sin virtud son perlas en el muladar”.
“Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido”, fue la invitación que don Diego le hizo a don Quijote durante la jornada en la que éste alimenta su olvido, olvido de los apaleamientos sufridos, de los dientes quebrados por el vuelo atinado de una pedrada, de la lluvia de estacas, de las artes encantatorias padecidas en la confrontación con el Caballero de los Espejos.
Debo decirle a usted, y si pudiera hacerlo a su padre, que Funes no es apócope de Funesto, buen señor. Pero el que sufre tiene memoria, era algo que decía con plena conciencia Cicerón. De otra parte, un escritor francés, Montaigne, agregaba para mi desgracia que “saber de memoria no es saber: es tener lo que se ha dado a guardar a la memoria”. Mi pastor, mi guía, mi creador, mi inventor, mi padrastro que tanto admiró las mitologías y las invenciones de Cervantes, parece que de alguna manera quería despojarme de algunas libertades.
De esta manera y a guisa de ejemplo, es como me describe, don Lorenzo, al final de uno de sus agudos relatos: “Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.
Conocer detalles y datos, fechas y números, recuerdos y estrellas, vocabularios infinitos, en inglés, en francés, en portugués, en latín, no me dan acceso a la poesía. Pero aquello que tanto me ha inquietado de sus versos:
¡Si mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el tiempo ya
de lo que será después…!
A cada tanto vuelve a mí como un ritornelo, como si me rebelara ante mi creador y pudiera pensar más allá de los linderos de una portentosa memoria de archivero.
Poder escribirle a usted puede resultar un acto de rebeldía aprendido al de la Triste Figura, como ir galopando por un llano junto al Caballero del Verde Gabán para luego llegar a su casa en procura del tiempo futuro, del tiempo de lo que será después. Vivo de inquilino en las páginas de un libro, como usted vive en las suyas. Pero puedo repetirle, como un estruendoso eco llegado de otra parte: Deus in nobis, Dios está con nosotros.
Atentamente, Ireneo Funes.

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