BANDERAS
Hace poco leí que Toni Daleman hablaba de las banderas del hambre, de esos trapos rojos en las ventanas con los que muchas familias [de Colombia] señalan la desolación en sus mesas. Es una imagen trágica que inaugura una simbología propia de una pieza teatral, algo que por supuesto la rebasa. Al fin y al cabo, el teatro, aunque sea mucho más que un espectáculo, se puede tomar como cosa de ficción. Hoy, el teatro de los acontecimientos, las marchas del 1 de mayo, un día que se instituyó como homenaje a los sindicalistas anarquistas ejecutados en la ciudad de Chicago, estarán como los teatros, lamentablemente vacías
La imagen descrita por Daleman me ha puesto a pensar en ese símbolo ampuloso que entiesa a los ejércitos, que los pone rígidos como a la mujer de Lot, alguien que por mirar su más reciente pasado se olvidaba del ahora.
Un virus ha viajado sin pasaporte, sin visados ni idiomas, banderas ni aduanas, haciendo global el colapso del llamado progreso. Aún así, a los soldados en formación no los perturba ni una mosca que se les pose en la nariz. Mientras tengan la mirada fija en la bandera y en sus himnos y en unos compases que producen la hipnosis colectiva, soportarán impávidos el anuncio de una guerra.
Ah, las banderas. De esos trapos diseñados y vistosos se han valido siempre los que se deciden con pasmo a inaugurar un conflicto. Enarbole una bandera, agréguele un himno, y ya está. Ya pueden enviar tras ella, obedientes y a la vez orgullosos, algunos escuadrones hipnotizados a la muerte. Ese culto a la bandera es el mayor símbolo del vacío, de una vana utilería.
Dice Jean Genet que esos pendones patrios se han convertido “en un recurso teatral que castra y que mata”. Sin embargo he visto gentes que se dicen librepensadoras y le rinden culto a “su” bandera. Permiten todo, menos que se haga mofa de ella.
Tras su tela van los himnos. Todos huecos, todos falsos. Así como en el mercado negro de la poesía se venden tristezas al estraperlo, productos que simulan ensueños o amores, esas letras y esas músicas engoladas hace mucho que perdieron y cada vez, más su sentido, si es que alguna vez lo tuvieron.
En caso de que no las podamos abolir, al menos intentemos pensar en otra clase de banderas. Por ejemplo, en una bandera de ceniza para los arrabales. O en instituir banderas de humo para las chimeneas industriales, que al menos nos ahorraría gastar ingentes sumas en telas y bordados.
Pienso con dolor y con asombro en la bandera incolora del apátrida. Esa bandera por un tiempo cobijó a Rainer María Rilke, quien ante la caída del imperio austro-húngaro en 1919, quedó convertido en un apátrida. Pero a veces se es apátrida en su mismo país: “es exilio el país que no acoge”, decía Bertolt Brecht. Quién sabe si Brecht se refería al inxilio, a ese grado de enajenación de quienes parecen haber comprado un boleto intramuros porque sienten una falta de pertenencia a su país. Y prefieren entonces vivir un ostracismo entre muros.
Muchos artistas, filósofos y escritores han sentido que se quedan sin país y no son pocos los que en todo lugar se sienten extranjeros. Cansado de ver paisajes con estandartes y mortajas, Rilke se fue sin pasaporte a Zurich, una ciudad que era un reducto de bolcheviques (Lenin) de poetas (Tristan Tzara), de narradores (James Joyce) y de no pocos anarquistas.
Es lánguida la bandera de telarañas de los historiadores que de tanto mirar al pasado desdeñan el presente. Produce gusto pensar que la bandera de estrellas y barrotes de un país en manos de un imbécil esté entrando en eclipse.
Para contradecirme en mi fobia a las banderas, no puedo dejar de pensar con afecto en la bandera negra que ideó Louise Michel en memoria de sus muertos. Que la primera bandera anarquista haya sido agitada por una mujer es algo memorable y que haya sido agitada por un ser de un temple extraordinario no me seduciría tanto de no haberla izado -precisamente- en un palo de escoba. Algo que yo quisiera ver como un homenaje a la bruja, a la “hechicera en la historia”, como dijera Michelet.
Habitualmente hoy, 1 de mayo, es un día en que se agita una marea de banderas. Sin ser un emblema que ame y respete, creo que echaré de menos su presencia, así no pocas veces las veamos en las marchas como algo rutinario, como parte de un rito pasajero mediado por la costumbre.
Hablando de otro tipo de banderas, debo confesar que hace años me conmovió una pequeña bandera de encaje puesta en algunos ventanucos de una casona en Manaos. Un joven poeta nos paseaba por la ciudad al encuentro del hoy nonagenario Thiago de Mello, cuando vimos una casa que debió tener mejores tiempos. En sus ventanas, unos calzoncitos de encaje a media asta señalaban, nos explicó el guía, que la casa estaba de duelo, que con esos calzoncitos se anunciaba la muerte de una muchacha del prostíbulo.
He visto cientos de paisajes con banderas diseñadas por los creyentes de la dudosa religión de los pendones. He visto un paisaje melancólico de telas desgarradas a punto de volverse banderas en una nave de locos. No estuve en el Berlín de las arañas negras pintadas en los oscuros estandartes pero aún me estremece la bandera del miedo y me siento acorralado en algún barrio de la judería. Por aquellos días la muerte bailaba un vals o cantaba un himno en los estadios y tras los jarros espumosos de cerveza asomaba sus cuencas vacías. Hace algunos años visité un paisaje de extramuros donde un hombre rodeado de carteles y banderas sonreía sin pausa y demandaba su elección para el alto cargo de verdugo. Y bien, ya no recuerdo si fue a la salida en Nueva York o a las puertas del Bronx, pero las damas del ejército de salvación desplegaban sus banderas de miseria. Esas mujeres parecían graznar extrañas oraciones mientras derramaban con grandes cucharones una sopa de niebla o de lava. Las banderas de la caridad y el desarraigo flotaban en el aire bajo un cielo de harapos. En los bancos, grandes templos de la usura, flotaba una asamblea de banderas y los banqueros invitaban a la liturgia del becerro de oro. En mi país un ciego en camino del desfiladero nos llamaba a la guerra permanente y el cortejo que lo seguía marchaba cantando hacia el abismo.
Todo este repaso de banderas arrugadas me llevan a trazar este poema que es apenas un papel agitado en cuarentena:
INSTRUCCIONES PARA HACER UNA BANDERA
Que la tela
se agite
al menor estímulo
del viento.
Como el colibrí,
que es un leve
temblor de aire.
Luego probar
que tenga
un ritmo,
una cadencia
de bailarina
en astas
y ventanas.
Es necesario
sopesar
que resista
los perdigones
del granizo.
Cumplidos
estos pasos
pueden
marchar
tras ella
y convertir
su tela
en mortaja.
(Pintura de Manuel Viola)