(I) Dejadme correr, dejadme

(I) Dejadme correr, dejadme


Trabajo en un hospital chejoviano. Tiene pabellones de dos pisos diseminados por un jardín con senderos que se bifurcan. Cuando llego y aparco, nieva copiosamente. Mi imaginación calenturienta me dice que estoy en Rusia, en el siglo XIX y que hoy visitaré el pabellón nº 6, título de una obra de Chejov sobre la locura. Chejov, además de ser el mejor cuentista de la historia, era médico, y trabajó en lugares como este.

Pregunto por el pabellón administrativo. Tiene ventanas verdes y fábrica de ladrillo rojo. Es un edificio de más de 100 años. Subo al primer piso, donde está la oficina de recursos humanos y también la dirección de celadores. Me recibe la jefa de celadores, Pepa. Me dice que no me acerque, que se tiene que poner la mascarilla. Pero me da la bienvenida al servicio. Es menuda, nerviosa y enérgica. Enseguida se disculpa porque dice que tienen mucho lío, mucha gente nueva y les faltan taquillas. Me dice que deje mi mochila en su oficina. Otra chica me dice que la siga. Salimos al jardín y recorremos senderos en dirección a lencería. Me van a dar un uniforme. En mi mochila yo traigo ropa, por si no hubiera en el hospital uniformes para todos. Y traigo también un cilindro de plástico con mi título de filólogo, ya que no sé dónde están mis otras acreditaciones académicas. El cilindro no cabe bien en la mochila, sobresale por arriba. En lencería otra mujer amable me echa un ojo experto y me extiende un uniforme. Me pregunta por zapatos.  Le digo que he traído unos crolls. “Eso es para la playa”, contesta. “Ven por aquí” dice, en un tono que no admite réplica. “¿Cuál es tu número?” Me hace mucha ilusión estrenar zapatos. Como a todo el mundo. De acuerdo, no son unas zapatillas de montaña Five Ten, pero molan: tienen el logo de la Comunidad de Madrid, suela gorda, y unos agujeritos en el empeine. Son blancos. Jamás he tenido unos zapatos blancos. Solo los mafiosos italianos se ponen zapatos blancos. Y Fred Astaire. Esa idea me anima. Me cambio en un vestuario de chicos. Luego me vuelven a mandar a administración, a través del jardín y la nieve. Volviendo a Rusia, este trajín entre la nieve y los pabellones me recuerda a Ivan Denisovich  y su infinito día en un Gulag siberiano, yendo todo el raro de un sitio para otro.

Aparece Eva, la súperjefa. Estoy con otros dos celadores novatos y nos van a dar un cursillo exprés. Lo primero que dice Eva es que trabajar en la sanidad, con pacientes, es lo mejor del mundo, aunque hemos llegado en un mal momento. No para de recibir llamadas, y se la ve agotada. Entre llamada y llamada nos explica lo de los guantes (siempre dos pares), lo de la bata (nunca toquéis la parte de fuera), lo de las gafas (nunca os la quitéis por la parte delantera), lo de la mascarilla (nunca la toquéis, salvo las gomas de las orejas). 10 Minutos y ya. A currar.

Mientras Pepa mira a qué pabellón va a asignarme, voy al otro lado del edificio a que me hagan el contrato. Voy de uniforme. Son muy livianos y tengo frío. Una chica con bastante aspecto de ser de la KGB me lleva a una sala de plenos. Me da un montón de papeles para que los firme. Pregunto que si puedo sentarme en una de esas  sillas estilo Enrique VIII que presiden la sala, junto a las banderas. Me siento allí, sí,  como si fuera el jefe del hospital, o el propio Enrique VIII, y me pongo a firmar. Muchas cosas no las leo porque me he dejado las gafas en la mochila. Vuelvo a por ella, al despacho de Pepa, que me considera ya uno de la familia. Hola Pepa, cojo esto, Pepa, salgo Pepa. Sí Cari. etc. En el móvil está mi número de cuenta. Se lo paso a la chica del KGB para que lo lea ella. Me grita que no me acerque. Me dan gana de cuadrarme.

Salgo de allí y voy al despacho de Pepa. Allí ya hay otra chica que me va a llevar por  fin a mi destino. Intento meter los papeles que me han dado en el cilindro. Forcejeo con él de todas las manera posibles, y no hay manera. Si meto un papel, se sale otro por el otro extremo. Así estoy varios minutos. Pepa y la otra chica como que me miran raro. Vale. Lo dejo tirado en el suelo y me voy con la chica, que lleva todo el súper EPI [Equipo de Protección Individual] puesto. Vuelvo a cruzar los senderos de Ivan Denisovich. Sigue nevando. 27 de marzo y nieva en Madrid. Hay que joderse. Mi pabellón es el de medicina interna. Me presentan a Paco, el jefe de planta. Me pongo los guantes, la mascarilla. Paco me manda al fondo norte del pasillo (toda la planta es un larguísimo pasillo con habitaciones a los lados. Es tan largo que me dan ganas de cantar el himno ruso. Allí me encuentro a mis nuevos compañeros: Julián, José y Virginia. Están entrando en las habitaciones para limpiar a los pacientes, reponer toallas y demás material. Entran dos, vestidos con el súper EPI (cubiertos de arriba abajo como los malos de la guerra de las galaxias). Hay todo un protocolo que hay que seguir a rajatabla. Nada de tonterías. Más bien cierta tensión. Miro lo que hacen y me lo aprendo. Nos piden cosas y se las vamos pasando sin superar el umbral de la puerta de la habitación. Casi sin que me dé cuenta, José me pone una bata de EPI, no de súper EPI. Es una bata que se rompe inmediatamente. Es como de papel. Tengo las muñecas descubiertas porque la bata se ha roto, entre otros sitios, ahí. Seguimos pasándoles material, y recogiendo el de deshecho. Unas cosas van a la bolsa roja y otros a la azul. La bolsa roja, una vez llena, hay que impregnarla con un desinfectante rosa y luego meterla en otra bolsa roja y llevarla al cuarto de residuos. Me dan una caja de plástico donde están los residuos más chungos y me dicen que la lleve allí. A mitad de camino, Paco me para y me dice que no se lleva así, sino por el asa, y que hay que cerrarla herméticamente, y que ese trabajo es del servicio de limpieza. Le digo que las dos chicas de la limpieza están en otras cosas. Me dice que lo haga yo, pero que lo haga bien, que pregunte, etc, etc:  sí,sí, jefe.

Nos pasamos la mañana con esas operaciones. Hay dos chicas que no son enfermeras, ni auxiliares. Yo soy el único celador en planta. Hablo con ellas, porque al final hablas con todo el mundo. Aunque solo les veas los ojos. Son fisios, pero como su sección está cerrada, vienen aquí a echar una mano.

Los médicos hacen su ronda. Pongo la oreja siempre que puedo ¿Qué se cuece aquí? Dos altas. El médico dice a dos ancianas que si quieren ir al hospital de la Cruz Roja, para seguir la recuperación allí. Les pide su opinión, como si ellas pudieran elegir. No pueden, pero el médico les hace sentir que sí. El trato a los pacientes es maravilloso. Las enfermeras entran en las habitaciones con el súper EPI puesto y les dicen a las ancianas “¿cómo están mis señoritaaas? Les hacen reír, las miman. Hay otros pacientes que está sedados, que están mal. Aquí todos los días muere gente, me dicen las chicas. Rafael Reig decía: “no hay que vivir como si fuera el último día de tu vida, sino el último día de la vida de los demás”. Sí, sí. Miro a las ancianas y me pongo triste ¿Van a morir?

Corro por el pasillo, es tan largo, es tan adecuado para correr, que no hay manera de resistirse. Lo hago, por supuesto, cada vez que tengo que ir a por algo, a llamar a alguien o a lo que sea. En el pasillo no hay nadie más que los trabajadores, porque no hay visitas, por lo que está perfecto para correr por él. Corro porque llevo semanas sin hacerlo. Las chicas me dicen que dónde voy, que me voy a cansar, y yo les digo dejadme correr, dejadme, dejadme correr con mis zapatos de bailarín, con mis zapatos de Fred Astaire, quiero que los ancianos me vean correr, quiero que corran ellos también.

Ah, llega mi oportunidad de meterme en una habitación. Hay que llevar a un paciente a rayos. Una celadora con súper EPI me dice que me ponga un súper EPI. Empiezo a hacerlo. Pero una enfermara me dice que no. Se van a poner los súper EPIs ellas, porque llega el turno de las comidas, y ya de paso ayudarán a sacar al paciente de la habitación para llevarle a la ambulancia, al pabellón de rayos. No quieren que entre en la habitación. Pero fuera también hay riesgo. Sientes que tienes al Cóvid-19 por todos lados. Cada vez que cojo bolsas de material contaminado me quito los guantes de arriba y limpio los de abajo. Cada cierto tiempo, me quito todos los guantes y me lavo a conciencia. Solución alcohólica, agua y jabón, nuevos guantes. Así todo el rato. Pero la sensación de que el bicho se te ha colado no desaparece. Me parece evidente de que es cuestión de tiempo el infectarse con Cóvid-19. La más pequeña falta de concentración y ya está.

Volvemos a limpiar alguna habitación y Jesús hace algo mal dentro. Se pone nervioso. Tiene que ponerse mogollón de desinfectante. Antes de que salgan hay que ayudarles a quitarse las batas del súper EPI, y las gafas. Me doy cuenta de que todavía no lo hago bien. Cambiarse de guantes otra vez. Limpiarse las manos otra vez.

No me he traído comida. Ni bebida. Las enfermeras y enfermeros (dos de 10) sí. Yo no podría comer allí. Me tiro las 7 horas del turno sin comer ni beber. No importa, soy guía de montaña y aguanto lo que sea. Creo que me cogieron por eso. En el mail que mandé a recursos humanos  decía que era guía de montaña y que estaba acostumbrado a gestionar el riesgo, a llevar grupos y a cuidarlos.

Se acaba el turno. Vuelvo a cruzar el hospital chejoviano. Pero puedo volver a casa, no como Iván Denisovich. Ya no nieva. Sale el sol. Subo al despacho de Pepa, a por mi mochila. Me cambio. Me lavo. Los zapatos son para mí. Zapatos de mafioso, zapatos de bailarín. El lunes vuelvo. Las enfermeras me han dicho que muchos pacientes ya no serán los mismos. Unos habrán sido trasladados a la Cruz Roja, para seguir la recuperación con vistas a su presumible alta. Otros habrán muerto. Por eso, las chicas, cuando entra con los super EPIs en las habitaciones, les dicen “¿cómo están mis señoritaaas?”. 

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