(XVII) Pabellón Vietnam

(XVII) Pabellón Vietnam


 

Escribo desde fuera. Ya no estoy en Cóvidland. Cóvidland ya no existe. Durante la semana pasada, el pabellón A, el único que todavía tenía enfermos de Cóvid, fue desalojado. Ya no había enfermos de Cóvid. Ahora lo están desinfectando para dedicarlo de nuevo a su antigua labor de medicina interna. Este domingo, 14 de junio, me pasé por allí. Había quedado con otros celadores y personal del A para el desayuno y la despedida. Miré y fotografié los pasillos vacíos e inertes. Daban más miedo ahora que cuando en ellos habitaba Cóvid. Daba miedo pensar que podía entrar en una habitación y que en ella no habría nadie. Lo que tiene que dar más alegría (que muchos se hayan curado, y se hayan ido a casa) daba más miedo.

Ya no tenía nada que hacer allí. Mi misión en el hospital llegaba a su término. Recorrí de nuevo los pasillos silenciosos y oscuros. Las puertas cerradas me trajeron recuerdos de aquel primer día en que llegué al hospital y fui enviado a ese pabellón. Ahora estaba aún mejor para correr por él, pues no había nada ni nadie. Pero no lo hice. Me recordé, sin embargo, corriendo por la larga galería virulenta. Parecía que habían pasado años y que aquel que corría por ella, asustando a la gente, no era yo, sino el adolescente que alguna vez había sido. Asombrado, entusiasta, ingenuo y tonto. Y me miraba a mí mismo con ternura, con la ternura en que uno piensa desde la madurez en el muchacho improbable que fue un día. Pero no habían pasado 30 años, sino tres meses. Miraba con ternura entonces a un tipo de 50 años que corría por un pasillo en un pijama blanco, con unos zapatos blancos, de Fred Astaire o de Al capone, y una toalla blanca en la mano como única arma. Ridículo, sí.

Llegué al hospital a mediados de marzo, y ahora era mediados de junio. Algo me había cambiado por dentro. Intenté recordar cuál había sido el momento más intenso en aquel pabellón, en el que tampoco había trabajado tantas veces. Y el momento más intenso era uno que en realidad no había sucedido. Entré en una habitación y vi a mi padre tumbado en una cama, con la mascarilla puesta. Me acerqué hasta él y le quité la mascarilla. Se me habían disparado las pulsaciones, un frío repentino me recorría la espalda. No era mi padre. Mi padre había muerto 11 años atrás. Pero podía haber sido mi padre. Por un momento lo creí. Las historias de todos esos ancianos eran parecidas, porque todas las vidas de esa generación fueron parecidas. El momento más intenso fue aquel en que la imaginación y cierta semejanza física me hicieron creer que mi padre estaba en el hospital ¿Qué haces aquí, papá? Este lugar es peligroso. Tú no tienes Cóvid. Tienes cáncer de pulmón. Te sacaré de aquí. Robaremos una ambulancia amarilla.

El pabellón vacío parecía un templo vacío. Ya saben que me flipa la literatura eslava. El escritor polaco Andrei Stasiuk dice de los templos lo siguiente:

“Lo menos fascinante de los templos son los cuadros y los objetos. Se parecen en demasía al resto de la realidad (…) En cambio, el aire encerrado en el interior y el espacio conformado por las bóvedas, las paredes y el detallismo arquitectónico constituyen la representación más perfecta de la nostalgia”. Así, en los hospitales. Que además tienen la peculiaridad de que la vida en ellos es una representación del dolor, de la esperanza y del miedo. Su aire está connotado por todo lo que en ellos ha sucedido y por todo lo que en ellos no sobrevivió. Me planto en medio del pasillo solitario y pienso que muy poca gente tiene el privilegio y la perplejidad de pasear por un hospital vacío. Y que solo el devenir de esta pandemia nos ha permitido a algunos percibir esa nostalgia perfecta. He paseado por un templo de la razón. Y estaba vacío.

Me llaman desde el office, el lugar donde se han refugiado los compañeros para desayunar, el único lugar habitado en el pabellón. Casi no queda café. Andreu reparte conmigo una dosis mínima, igual que hizo la primera vez que le conocí, en el pabellón B, cuando me ofreció la mitad de su café y yo pensé que podía ser una taza de café con Cóvid. Lo bebí igualmente. Acabado este café, y como todavía me quedaban minutos de descanso, me dirigí al pabellón B, pabellón Vietnam, pabellón Jamaica, depende. Las auxis estaban grabando un vídeo de Tio Tok, como yo llamo al tictoc. Bailé con ellas en el vídeo y luego les pedí una foto juntas. Salimos a la terraza y un conductor que acababa de llegar con los carros de las comidas, nos hizo las fotos. Estoy mirando la foto: Marta, la gallega pequeña y maciza, con un carácter duro y maravilloso, la que habla a todos los enfermos de usted con su enorme vozarrón, está a la izquierda. Luego está Alberto, el enfermero gamberro, siempre maquinando nuevas bromas y vídeos de tictoc. Luego yo, muy ufano, y emocionado, pero no se nota por la mascarilla y las gafas. Luego Sonia, luego Mar, con sus increíbles ojos negros; luego Paloma, con quien entré por primera vez a limpiar a una enferma que resultó ser la mujer gigante; luego Asun, luego Esther, la cantante más fina de todo el hospital. Nos despedimos. Asún y Mar rompen los protocolos y me abrazan. Subidón.

Mientras estaba en el A, no hacía más que pensar que yo le había tirado los tejos a Sonia a través de este diario. Unos tejos de broma, de acuerdo, pero que lo mismo valían y que a ella podían ofenderla. Así que un día, acompañado de Andreu, con quien en aquellas jornadas trabajaba en el A, ejerciendo nuestra misión de celadores de montaña, nos acercamos al B para aclarar las cosas. Inma, una auxiliar más mayor, muy amiga de Sonia, cuando oyó algo de un diario se vino con nosotros. En el jardín les expliqué lo que había sucedido y le pregunté a Sonia que si le molestaba mi broma, que si le molestaba la quitaría del diario. Ella dijo que no le molestaba y que probablemente ni se habría dado cuenta al leerlo, ya que los nombres están cambiados. Les pedía a ella, a Inma y a Andreu que no contaran nada del diario, porque si la gente del hospital lo leía en la web de La Vorágine, sería una situación muy violenta para mí. Y también les dije que cualquier cosa que hicieran o dijeran podía aparecer en el diario, por lo que tenían que portarse bien conmigo. Por primera vez en la vida, la escritura me daba un mínimo poder. El sucio poder del chantaje.

Y el poder de cambiar los nombres de la gente. De hecho, a veces llamo a la gente por los nombres que tienen en el diario. A la jefa una vez le llame Pepa. Con sus ojos de guasa se me quedó mirando fijamente y preguntó: “¿Por qué me llamas Pepa?”. Yo creo que se huele algo. Es muy perspicaz. Salí de allí bastante colorado y diciendo “hasta mañana”. Todos estallaron en carcajadas. “¿Hasta mañana? -dijo Pepa- Pero si todavía no son ni las ocho”.

Fue en la quincena en que me mantuvo todo el tiempo en el pabellón Jamaica. Cada día que decía: “Pedro, al B. Te ocupas del pedido y bajas las analíticas. Si hay alguna prueba intento mandarte a alguien; pero si no, lo haces tú. Llamas a la ambulancia y te ocupas de todo. Y vosotros ¿qué decís? Estoy hablando con Pedro, leñe, un poco de silencio”. Y yo levantaba los brazos en señal de victoria. Cogía mi teléfono correspondiente y me subía todo ufano a la planta de arriba, porque Jamaica está justo en la planta de arriba de donde se encuentra la oficina de Pepa. Y subía feliz porque me encanta Jamaica, sus auxis tramando vídeos de Tío Tok, la gallega Marta recorriendo los pasillos con su energía descomunal, los enfermeros (un pabellón que cuenta, en ocasiones, con hasta tres enfermeros, tres chicos, algo único en la sanidad española); Esther que canta como los ángeles, la enfermera latina de nombre Empe, la sección de sueño con Alicia, la unidad de tuberculosos, Merche, más maja que las pesetas; la mujer gigante, a quien cada vez queríamos más; y un montón de abuelos lóquers a los que tenía un cariño creciente. Ah, es un pabellón con enfermedades contagiosas, no lo olviden, de contacto. No es Cóvid, pero que te hacen estar siempre pendientes de protocolos e higienes variadas. Y llegaba cada día al control de enfermería y decía “Ya estoy aquí. De nuevo en casa”. Y lo primero que hacía era recorrer los pasillos y ver cómo iban los enfermos, que solían estar dormidos. Y luego descargaba el pedido y colocaba las cajas en el almacén, siempre jugando con las cosas blandas: empapadores, pañales, cajas de guantes de nitrilo. Y luego iba al control a ver si estaban ya las analíticas, y me las llevaba al laboratorio en una especie de nevera de pícnic para que no se calentasen. Y en el laboratorio las depositaba en una cajita azul donde ponía “B”, y que siempre llenaba, porque siempre teníamos muchas analíticas. Y luego, a lo largo de la mañana, había que sacar otras analíticas de urgencia ¡esto es Vietnam! y Esther o Marta me decían que me diera prisa, que el camión para el laboratorio del gran hospital del que dependíamos salía a las 12:30, y yo miraba el reloj y allí ponía 12:28. Y yo decía “me pego un carrerón, tranquilas, chicas ”, y salía a toda pastilla por las puertas automáticas y corría bajo los pinos con las analíticas en la mano, asustando a los pacientes de consultas externas, y escandalizando a algunos compañeros de servicios auxiliares que no se habían dado en la vida un carrerón por el hospital, y que por lo tanto desconocían lo que era la verdadera vida y la verdadera felicidad de un celador insomne.

Al Jamaica, dependiendo de cómo nos fuera el día, le llamaba también pabellón Vietnam, ya lo he dicho, porque era una lucha continúa. Los pacientes daban mucha guerra. En una ocasión, no paré ni un solo momento durante las 7 horas del turno. Además, allí nadie te reñía. En todo caso te enseñaban cosas. Mar me enseñó muchas cosas con su enorme eficiencia y Chus lo mismo. Nos reíamos a menudo. Sonia e Inma se partían conmigo. Les preguntaba: “¿se la meto?”. refiriéndome a la bandeja de la comida de un paciente, y ellas se partían de risa. Sonia hasta se metía en el almacén para poder tirarse al suelo y reírse a gusto. Y luego nos reíamos mucho con los pacientes. No con todos, porque no todas los pacientes tienen una demencia de buen rollo. Pero otros sí. Una señora le decía a Inma que cuando le arreglase la cocina, se la pintase de blanco, por favor. Otra pedía agua durante horas, aunque tuviese el agua a mano. Otra no paraba de decir que le quitásemos la sonda, durante días. Otro decía que todo lo hacíamos muy bien y nos daba las gracias. Otra se quejaba y presentía conspiraciones inauditas. Otro se cagaba y lo llenaba todo de mierda. A otra le daba un vahído mientras estaba en el baño. Tenían heridas terribles, que a cada poco había que curar. Y llegaba la doctora y pedía una placa urgente y me tenía que llevar a ese paciente a rayos. Y luego había un italiano que siempre sonreía y tenía una erección constante (priapismo) y la doctora llamaba al urólogo y por teléfono este le enseñaba una técnica salvaje, y luego resulta que el tipo se había hecho un alargamiento de pene. Italiano tenías que ser. Y mientras le hacíamos la cama, Inma, que era de un coro, cantaba con él fragmentos de ópera; y yo cantaba con él canciones revolucionarias: Bella Ciao, Bandiera Rossa, y nos veníamos los tres arriba cantando contra los nazis, en italiano, en plena pandemia, viejas canciones partisanas. Bendita sea la música. Y otra señora llamaba a su madre, y yo la tranquilizaba acariciándole la cabeza y ella me pedía que no me fuese nunca de su lado. Y en eso llegaba otro paciente que decía que su hijo era el presidente de Afganistán. Y todo eso a la vez. Y todo eso multiplicado por las horas y los días y las semanas. Voces, canciones, gritos, heces, sangre, meados, bailes, risas, llantos, la muerte de Ricardo, carreras bajo los árboles, búsquedas de materiales por todos los pabellones, y por último, siempre, entre cuatro, limpiar y acomodar a Arantxa, la mujer gigante, a la que queríamos tanto, a la que pido perdón si la ofendí con mis palabras animales, con mis comparaciones zoológicas. Porque lo cierto es que ella era un cielo y la cuidábamos cada día, lo que nos llevaba casi una hora. Una hora del trabajo de 4 sanitarios, una hora que era la mejor hora del día para ella, porque estaba condenada a permanecer en una cama de donde no se podía mover ni un centímetro sin ayuda. Una hora de 4 locos del pabellón Jamaica trabajando a destajo. Locos pero profesionales. Y nos dio varios sustos con el respirador, Arantxa. Intentando moverla hacia arriba de la cama, en una ocasión yo hice que el respirador saltase por el aire y se fragmentase. Tenían que vernos juntando las piezas para que aquello volviese a funcionar. Y Marta pegándome un grito con su vozarrón atlántico y luego yo corriendo por los pasillos en busca de Alberto para que hiciese funcionar el maldito aparato antes de que ella entrase en parada. Qué mal lo pasamos. Yo me sentía hecho una mierda. Marta me pidió perdón por gritarme. Dijo que ella era la responsable por ser la enfermera al frente de las operaciones. Y yo que no sabía que la vida de Arantxa dependía de ese tubo, de ese cacharro que parecía una radio. Y mi mentalidad de guía de montaña, que persigue siempre la seguridad máxima, se decía que dónde estaba la redundancia de seguridad en ese hospital. No doble cuerda, sino un solo respirador y otro que no funcionaba. No la seguridad de que alguien se encargaría solo de vigilar el respirador. Hasta ese día, porque a partir de ese momento, no hacíamos a Arantxa sin tomar mil y una precauciones, yo vigilando constantemente el cacharro mientras las movíamos, sus 200 kg amorosos, para que no sufriese más de lo que ya sufría. Mar tuvo una idea y se le ocurrió meter el respirador en un cajón, de modo que ya nunca podría volar, aunque el tubo se podría desprender, porque con doscientos kilos en movimiento no todos los movimientos eran suaves. Y otra vez se salió el tubo del respirador y el médico estaba delante y él mismo arregló al delicado cacharro que separaba a Arantxa de la asfixia. La movíamos con cuidado. Curábamos sus heridas. Tocábamos el tambor en su enorme barriga y eso la hacía reír. Colocarla bien era una labor de ingenieros. Le dábamos crema. Ella dirigía las operaciones. Ella era la ingeniera y movía el mando de la cama con increíble agilidad. Y un día intentamos sentarla utilizando una grúa para moverla y fue imposible, ella volando por los aires de la habitación. Y otras veces lloraba porque no podía moverse y decía que era un estorbo. Y nosotras le decíamos que era un cielo y que nos encantaba cuidarla. Y Chus dijo en una ocasión que necesitábamos una almohada más gorda (con Arantxa utilizábamos 6 almohadas, colocadas por distintas partes de su cuerpo) y Arantxa se reía y le decía a Chus “¿Quién me está llamando gorda?”. Y eso era Vietnam, y Jamaica, todos, todos los benditos días de la semana. Edurne era la jefa del pabellón. Buena gente, sentándose con los demás a la hora del desayuno. La gallega poniendo orden: mucha gente junta, ahuecar el ala. Una vez yo estaba junto al almacén de lencería, en uno de los extremos del pabellón, y desde el otro extremo, Alberto me grito algo (180 metros de distancia) mientras hacía gestos para que fuese. Yo pensé que era una urgencia y me metí un sprint a lo Usain Bolt. Y cuando llego hasta Alberto resulta que era una de sus bromas; pero Paco, otro enfermero, que estaba en el control, salió a toda leche, muy asustado porque al verme correr pensó que había una urgencia. Y Alberto y yo nos reíamos de su cabreo al tiempo que le pedíamos perdón, y él, alejándose por el pasillo mientras mascullaba “malditos idiotas”. Y Alberto y yo sin parar de reír mientras el anciano Jaime nos miraba desde su sillón y decía con su habitual melancolía (lloraba a menudo, en silencio): “Gracias, muchachos, gracias.” Y él también se reía, aunque poco.

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