(III) El hombre del paraguas

(III) El hombre del paraguas

No todo el mundo vive con el gran Lebowski. Yo vivo con el gran Lebowski. Vivimos al lado. Él en la casa grande y yo en la pequeña. Lebowski es mi casero y sin embargo amigo. Bebe mucha cerveza. Antes de que yo empezara a trabajar de celador, compartíamos algunas. Y también cafés y comidas en su patio. Pero el jueves pasado le dije que teníamos que acabar con esa cercanía social, para evitar que yo le infectara en el caso de pillar el Cóvid en el hospital. Ese sábado, sin embargo, comimos juntos, pero a la manera de la aristocracia. Él en una punta del patio y yo en la otra, como si una larguísima mesa imaginaria separara nuestras mutuas alcurnias. Él sirvió mi plato, lo dejó en mi sitio, y luego yo me senté mientras él se alejaba 5 metros. Así comimos. Había que gritar un poco para oírnos, pero los judiones de la Granja lo merecen todo. De hecho, no hablamos mucho, de lo ricos que estaban los judíones.

Vivimos en un lugar bastante apartado, al lado del monte. Pocas casas, pocos vecinos, ningún aplauso a las 8 de la tarde. Sólo el silencio y Lebowski. Hace poco me dijo que se sentía mal por sacar a la perra de paseo, porque mucha gente no tenía esa opción para salir del confinamiento. Y que incluso se sentía mal por hablar conmigo. Yo le dije que la gente habla entre sí, de balcón a balcón, que eso no estaba prohibido. De hecho, le dije, podíamos considerar su patio como un balcón y el mínimo porche de mi casa (sin techar ni nada, solo una huella de cemento en el suelo) como otro balcón, y salir a ellos a cantar canciones y jugar a los barcos. Cada uno en su respectivo balcón, claro. Y para imprecar a la gente que pasara por la calle.  Eso debe ser divertido, le dije, a juzgar por el celo que mucha gente pone en ello, tan riguroso que a veces llaman a la policía y jalean las detenciones y las bofetadas.  Y le dije, también,  que como yo ahora trabajaba en la salud pública, todas las tardes, a las 8, él podría salir al patio y aplaudirme  a mí en exclusiva. Un aplaudidor particular, para mí solo. Me dijo que me fuera a la mierda. Lo cierto es que ninguno de los dos somos mucho de aplaudir.  ¿Y si me tiras alguna cerveza, a cambio? propuse. Y dijo que sí, que eso sin problema.  No, no somos de aplaudir. Somos más bien de que las cosas se hagan con justicia. Aunque tampoco nos importa que la gente aplauda. Es como cuando ganamos el mundial, la gente aplaudía mogollón y no importaba una mierda.

A las 7 abandono la casa de Lebowski para ir al hospital. El lunes y el martes tuvimos nieve en la calzada, porque vivimos a 1.300 metros de altitud y el invierno ha vuelto. Pero mi pequeña furgoneta Dacia tiene ruedas de nieve y lo solventa todo. Aparco el coche detrás de “Uniformidad”, donde la gobernanta te extiende un uniforme que al finalizar la jornada tiras a un contenedor gigante. Antes de cambiarme, me doy cuenta de que he vuelto a olvidar los zapatos en el coche y tengo que volver  a por ellos. Una vez vestido, subo al pabellón funcional, donde está Pepa. Firmo y Pepa me indica dónde tengo que ir y quién será mi compañera en esta ocasión. Amelia es una celadora veterana y me explica un montón de cosas. Nos ha tocado el pabellón en el que estuve el primer día, al que a partir de ahora llamaremos pabellón A. Es el mejor por varias cosas. Se cumplen las medidas de seguridad de una manera extremadamente rigurosa. Todas las enfermeras son jóvenes y muy competentes (a partir de ahora las llamaremos “las chicas”). Todas llevan una especie de gorro de colores. Parece ser que Julián, el único chico enfermero, trajo esos gorros de Kenia, donde estuvo colaborando con una ONG. Considero esos colores una medida terapéutica. No solo alegran a los abuelos. También a mí.

Amelia dice que ella se quedará en el ala sur y yo en la norte. Vale, aunque ahora solo tengo un ala para correr, pero también se pueden echar buenas carreras en un ala. Al momento de situarme por allí, para empezar a ayudar a las chicas, viene Amelia y me dice que me tengo que poner un súper EPI. Dense cuenta, amigos, que este es un momento álgido del relato, un punto de inflexión: me voy a poner un súper EPIy voy entrar adentro, donde vive Cóvid, donde Cóvid hace daño a los abuelos y a todos los que se le ponen a tiro. Me tengo que poner el traje porque una mujer se ha caído de la cama y las chicas que están dentro no puede levantarla solas.        

Me pongo la bata, que hay que cerrar por detrás, por lo que necesitas la ayuda de alguien. Luego unos guantes de muñequera larga que se ponen debajo de la bata de plástico y que una compañera te cierra herméticamente con esparadrapo. Al mismo tiempo, otra compañera te hace algo parecido en las pantorrillas, en este caso con empapadores o un material semejante, para que Cóvid no pueda entrar por abajo. Luego Amelia me limpia las gafas con fairy. Es un truco de este pabellón. Si antes de ponértelas no las frotas con fairy, se empañan enseguida y no ves nada. Eso no lo saben en los otros pabellones. Cada pabellón tiene sus formas de buscarse la vida. Todavía no lo saben, porque pienso poner en común ese conocimiento, ya que es fundamental poder ver todo en las habitaciones donde vive Cóvid. Otra par de guantes encima. Un gorro insulso, no como los de Kenia, y vamos para adentro. Es curioso, porque la puerta abierta de la habitación no señala una frontera peligrosa, pero como en la película de Buñuel, El ángel exterminador, en ese umbral, algo invisible no te deja pasar al otro lado así como así. Ese algo, en este caso, es Cóvid, un ser invisible y exterminador. Entras, cruzas el umbral,  y ya estás en los dominios de Cóvid.

La mujer está tirada junto a la cama, desnuda. Tiene cara de susto, pero sobre todo de vergüenza, y de súplica, y de dolor, y de miedo, y de agradecimiento. Nos cuesta bastante subirla a la cama. Ella no para de decir “la que he armado” y “el trabajo que os doy”, y de pedir disculpas por darnos trabajo. Las chicas, que se conocen todos los nombres, le dicen, para eso estamos, Paquita, por ejemplo, para cuidarte. Sigo con ellas en la habitación, haciendo lo que me mandan. Luego salgo según el protocolo de salida, que implica cambio de guantes superiores, desinfectante en los de abajo, una compañera que te rocía los zapatos con Vircor, por arriba y por abajo y ya puedes salir, al pasillo. Con un súper EPI no se puede correr, es antiestético, os aviso. Los botes de Vircor, como los de solución hidroalcohólica y alcohol puro, están por todas partes. Yo al Vircor le llamo vietcong. Las chicas son tan jóvenes que no saben qué es el Vietcong. ¿Y Charly os suena, de las pelis de la guerra del Vietnam? Sí, sí, dicen algunas. Pues Charly es el vietcong les digo. Es nuestro amigo.

La mañana pasa rápido. Hago lo que otros días, pero sin quitarme el súper EPI, pues es fundamental ahorrar material y una vez que te lo pones aguantas con él el máximo de tiempo posible, por si fuera necesario entrar otra vez en las habitaciones, trasladar a un paciente o mover a un exitus (mañana os digo que es eso). Yo estoy enfrente de una habitación. Una enfermera pide algo técnico (nombres imposibles, esos aparatos que ponen a los pacientes de tal manera que parecen cíborgs). Entro en la habitación con él y la enfermera me empieza gritar: “no puedes entrar”, “hay que descontaminarte otra vez”, etcétera. Tiene  mucho carácter y se ha enfadado de verdad. No entiendo. Si ella viese lo que hacen en otros pabellones, iba a flipar. Pongo la mano en el marco de la puerta, por fuera, mientras aguanto la bronca. Me dice que no puedo tocar el marco de la puerta. Luego me dice que me vaya quitando el súper EPI. Pero no pienso quitármelo. No porque yo haya podido hacer algo mal. Eso lo acepto, hago cosas mal todos los días y aguanto las broncas. Sino por lo que he dicho antes: ahora que tengo el traje puesto debo amortizarlo lo más posible. Y por otra cosa: ella no es mi superiora jerárquica. Yo debo hacer lo que ella me diga cuando estoy con ella, pero no siempre estoy con ella. En cualquier momento, mi jefa me puede llamar para hacer cualquier otra cosa que exija llevar el súper EPI puesto. Ya más tranquila, le cuento todo esto. Ella se disculpa por haberme gritado. Me dice también que estar tanto tiempo con el súper EPI encima es un infierno. Lo es. Sudas como un pollo. Las gomas de las mascarillas ffp3 se te clavan en la piel, porque tienen que estar muy ceñidas. No se respira bien. Las gafas también hacen un dañe del carajo, etc. Pero entonces aparece Raquel, la fisio. Me dice que voy a entrar con ella en todas las habitas y que vamos a movilizar a los abuelos. Se pone el súper EPI. Pese a que con las gafas apenas se ven los ojos de la gente, los ojos de Raquel son tan azules, tan intensos, que brillan con fuerza allí dentro, como lagos entre la niebla. Menudo símil. Lo dejo porque me flipan esos ojos entre el vaho de las gafas de seguridad. Vamos entrando en las habitaciones y moviendo a los pacientes que pueden moverse, porque algunos están dormidos, sedados o vete tú a saber qué. Raquel los trata con el mismo amor que las demás chicas. Esto es asombroso. Yo no puedo hablar, salvo decir de vez en cuando alguna palabra banal de apoyo que sé que no es mía, porque la situación no es mía, yo estoy en el país de las enfermeras, y no poseo esas palabras ni domino esa situación. Pasamos así por varias habitaciones. Acabamos. Tras cuatro horas con el súper EPI encima, Amelia me dice que me lo quite ya, que voy a fundirme allí dentro como un trozo de hielo al sol.

Hora del café. Me limpio bien limpio, me lavo a conciencia, y me hago un café en la sala de estar de las chicas. Salgo fuera con el abrigo puesto. Allí hablo con otra enfermera, la enfermera más dicharachera de barrio Sésamo. Es muy simpática. Está muy loquer. Curra como pocas.

Turno de comidas en Cóvid land. Las traen en enormes contenedores metálicos con ruedas. Los llevamos al office. Aprendo cómo se colocan en una máquina que hay para calentar la comida. Hace un ruido considerable. A ver, por qué no se calla esta bicho, pregunto. Amelia me dice que es así, hace ruido y punto.

Empezamos a repartir las comidas. Dos auxiliares se pone súper EPI y yo les voy pasando la zampa. Pero muchos  abuelos están sucios y tiene que cambiarlos otra vez. Me quedo solo con una de las auxiliares. Es pequeña y tiene carácter y nervio. También les damos medicación. Las medicinas están en la balda que hay al lado de todas las puertas de las habitaciones. Las enfermeras las meten en sobres y las dejan allí para darlas con las comidas. En una habitación, un paciente escupe la medicina en la cara de la auxiliar. Eso es una bronca, señores. Es decir, cuando hay que echar broncas, también saben hacerlo. Y está claro, un paciente de Cóvid no puede escupir en la cara de su cuidadora. Sólo faltaba. Y mientras ella no deja de discutir con el abuelo, que la responde lo suyo, con esas voces arrastradas, débiles  y subterráneas que se les quedan, lo veo. Veo un paraguas afuera. Estamos en la planta baja. Y debajo del paraguas veo a un señor que mira hacia el interior. El me ve a mí, que estoy en la puerta, y se aparta rápidamente, como cogido en falta. Pero vuelve a asomarse poco a poco. La auxiliar también lo ha visto. Va a ver quién es. Abre la ventana. Quiero saber quién es, qué hace ahí, por qué mira hacia ese otro anciano, que parecía dormido, con esos ojos anhelantes. Por qué le mira así. Qué hay en esa mirada. Cuántos años de vida hay en esos ojos, cuánto temor, cuánto amor, qué une a esos dos tipos: al paciente y al hombre del paraguas. La chica habla con él y vuelve hacia mí. Cierra la puerta. Es su hijo, dice. Pongo la oreja. El anciano ha despertado y habla con su hijo a través de la ventana. La auxiliar, que hace un momento se peleaba con el otro a gritos, ahora se ha comportado con absoluta exquisitez. Y oigo al hombre del paraguas decir las palabras banales y repetidas que se dicen en estas situaciones. Hay algo terrible ahí. Y algo enorme. Algo tan grande como la vida y la muerte. Como el misterio de la vida y la muerte. Quizá nunca se vuelvan a ver. Las palabras son banales. El hombre bajo la lluvia, desarmado con un paraguas, inerme con un paraguas, se despide de su padre. Hay algo bellísimo e insoportable en todo esto. Lloro. Al tercer día lloro contra la puerta donde vive Cóvid. Lloro al escribirlo, ahora. Cuando mi compañera abre la puerta, el hombre del paraguas ya no está. Desinfecto a la chica antes de que salga de la habitación. Me ve con los ojos arrasados. Lo más triste de esto, dice ella, es que se mueren solos.

Acaba el turno. Las chicas, con sus maravillosos gorros keniatas están sentadas ante los ordenadores, escribiendo los informes. No sé cómo decirlas que las amo. Miradlas. Escriben cosas, hablan entre ellas, se ríen. 

Llueve mientras vuelvo a casa de Lebowski.

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