(IX) La soledad del corredor de fondo
Intento seguir el hilo cronológico de los días y los hechos, pero voy siempre por detrás, arrastrándome como un perro de velocidad insuficiente. La lengua fuera, húmeda y brillante, intentando alcanzar el tiempo que galopa hacia el final de la escapada. Cuando iba a correr con mi amigo Adolfo, me pasaba algo parecido: yo iba siempre 10 metros por detrás, al borde de la asfixia, con las pulsaciones disparadas y ganas de potar. Eso es lo que les pasa a los enfermos de Cóvid, pero ellos no puede correr, no se sostienen, se les doblan las piernas como a muñecos rotos, se les parte la verticalidad como a árboles recién talados, ese momento en que se quiebran con un chasquido en el bosque. Los celadores tenemos mucho trabajo para sostenerlos y moverlos. Ayer estuve media hora sosteniendo a uno mientras le limpiaban el culo. Lo mismo pasa con este diario, que es tan pesado de mover que poco a poco se va convirtiendo en otra cosa. ¿Es autoficción? No lo creo, pues intenta dar testimonio de lo de fuera. ¿Novela de no ficción? Tampoco, porque no tiene una urdimbre, una trabazón novelesca ¿Crónica periodística? No, porque no digo ni dónde, ni quién, ni cómo, sino que ciertas cosas aparecen eludidas y los nombres cambiados. Y aporto una visión brutalmente subjetiva. Diario a trompicones, sí, a salto de mata. Diario nervioso, olvidadizo. Relación acrónica de hechos, desnortada, sin brújula, enamorada; escritura de lo que pasa cuando pasa. Intranquila ¿Me invento cosas? Ninguna importante ¿Cambio nombres? Casi todos. ¿Es cierto todo lo que digo? Lo fundamental es cierto. Me guían las palabras de Chéjov a los escritores principiantes (muchos le escribían pidiéndole consejo): “Corten, corten donde mientan”.
Así paso mi tercer día en el pabellón D, donde me he sentido más querido y donde más he querido (aunque en todos he querido y me han querido). Pero ese día, según mi agenda, fue el 10 de Abril, y hoy es 24. 14 días con la lengua fuera y no sé lo que pasó. Lo he olvidado. Sólo recuerdo que al irme les dije a las compañeras que probablemente, después de tres días con ellas, me mandarían a otro pabellón. Las chicas se pusieron tristes (Justina dijo que convenciera a mi jefa para que me mandara de nuevo con ellas. Ana me miró con tristeza. Adela, la catalana, se inventó un gesto de rabia y dio como una palmada o un golpe). Luego he vuelto tres veces a visitarlas, a la hora del desayuno. Un día, entré en el pabellón y no vi a ninguna: seguían dentro de las habitaciones. Otro día, estaba solo Justina, y chocamos los puños, como hacemos en el rocódromo cuando encadenamos un bloque, un gesto de escaladores orgullosos. Cuando me fui, me dijo que me echaban de menos. Y yo a vosotras, grité desde las puertas automáticas. Ayer, 23 de abril, volví a pasarme. Estaba solo Ana. Justina de baja, no por Cóvid, sino por lumbalgia ¿A cuánta gente mata o hiere el trabajo en España? Adela seguía en alguna habitación, discutiendo con los pacientes, supongo, mientras les limpia el culo perfectamente. Desayunamos juntos, Ana y yo, y otra auxiliar que no conocía. Torrijas. De repente hay muchas torrijas. Una empresa ha hecho una donación de torrijas al hospital y tenemos las neveras llenas de torrijas, cajas enteras de torrijas congeladas ¿No es fenomenal? Pero no necesitamos torrijas, necesitamos mascarillas. Ana me puso al día del estado de los pacientes. La mujer que estaba en los huesos sigue allí, aferrándose a la vida con su cuerpo escueto, que es como una radiografía de sí mismo. O quizá una radiografía sea incluso más grande. Asunción era la mujer que atrajo mi atención aquel otro día, cuando entré en el cuarto y la luz bañaba la blancura de su piel. Aquella mujer que tenía una expresión dulce pese a la agonía, la que sonrió cuando yo le puse la mano en el hombro y la acaricié. Esa mujer había muerto, me dijo Ana. Y otros dos habían muerto. Nuevos ingresos y alguna alta. Una de ellas era la de un señor cuya mujer recibió el alta el mismo día que él, pero en otro hospital. No todo son penas en Cóvidland.
He aprendido que las manos de los hombres y las mujeres son un río. Las pones sobre la piel moribunda de los pacientes y un arrullo de río les tranquiliza. Un agua les suaviza y les lava las heridas. Cuando llevan un mes en la cama del hospital, les salen heridas por todos sitios, como si la muerte por Cóvid no fuera suficiente castigo. Heridas en los pies, en los brazos, en las escápulas, en el culo, allí donde apoyan constantemente sobre la cama. Las manos son valiosas. Aleixandre tiene un poema sobre las manos. Y sobre los ríos. “Cuando contemplo tu cuerpo como un río que nunca acaba de pasar”. Cuando lavamos a los pacientes, y yo les sujeto, casi siempre sin levantarles de la cama, pero a veces hay que hacerlo, cuando les levantamos del sillón y está sucios, y entonces les lavamos de pie, para no ensuciar las sábanas, yo les llevo el río en las manos y les digo que se agarren bien fuerte a mis brazos, para que sientan el mundo que viene a verles en forma de otro cuerpo humano todavía fuerte, como eran fuertes ellos cuando jóvenes. Yo vine al hospital porque esos ancianos nacieron en la guerra, o en la posguerra, y se merecían ser tocados por una dulzura antes de morir solos. Las manos, las de las auxiliares, las enfermeras, las doctoras, o mis propias manos hoscas, tan renuentes muchas veces al contacto, les traen esa dulzura final. Cuando yo toqué a Asunción en el hombro ella sonrió. Y yo aprendí todo eso. Y es mucho aprender.
Vuelvo a mezclar los días. Los barajo y a lo que caiga. Casi fluido de conciencia, casi magdalena de Proust. O sea, una mierda de diario, en cuanto diario. Pero fue ayer, sí ayer, que Emilio se fue, le dieron el alta. Sería el día 11 o 12 de abril que conocí a Emilio, en el pabellón C. Yo entré en la habitación de Emilio por equivocación. Y vi sentado en el sillón a un hombre pequeño y entusiasta. Me saludó con alta alegría. Me dijo que estaba bien y que su compañero, encamado a su lado, estaba mejor aún. Que se habían hecho muy amigos, amigos para siempre. Les dije palabras de ánimo y salí de allí. Hacia el 20 de abril volví al pabellón C (de pabellón en pabellón hasta la victoria final). Y ya todos los días iba a saludar al hombre entusiasta, pero durante 4 días le vi decaer progresivamente, como a un árbol que se mustia y que resulta irreconocible. Habían dado de alta a su compañero y ahora estaba solo en la habitación. Se moría de soledad allí dentro, ya sin su amigo, su viejo camarada en esta aventura de lisiados. Y cada día estaba peor: más torpe, todo el tembloroso, desmoralizado, echando de menos al mundo y a su compañero de fatigas. Siempre estaba sentado, aunque yo le levanté y le senté de nuevo en una ocasión. Fue para llevarle a rayos. Le costaba andar, pero aún era capaz de dar algunos pasos, siempre apoyándose en mí. Le puse sus zapatillas de andar por casa, la bata verde, la mascarilla, los guantes, que no le encajaban bien en sus manos de trabajador. Le avergonzaba no poder sostenerse bien sobre sus piernas, él, que había sido corredor de maratones. Tengo un record, me dijo mientras le llevaba en la silla por los pasillos del hospital. ¿Qué récord es ese? Dos horas y 40 minutos en una maratón. Yo silbé… “pero ese tiempo es buenísimo para un corredor amateur”, le dije. Quedé tercero en la carrera, dijo. “Pero entonces no puedes tener el récord, porque al menos dos corredores obtuvieron mejores tiempos que tú”. Pero él era inmune a ese argumento. El tenía un récord y punto ¿Qué récord? El suyo propio, por supuesto. ¿Para qué compararse con otros? Si uno está satisfecho con lo que ha conseguido, ese es su récord. Llegamos a rayos. Le tuvimos que subir en la plataforma. El técnico de rayos me cae fenomenal. No solo porque salvó a aquella mujer el día que os conté, reaccionando con una velocidad asombrosa, sino por su forma de tratar a la gente y por algo que hizo y que ya contaré en otro capítulo. Luego le devolví a su habitación y le senté de nuevo en el sillón, a Emilio. Él, de nuevo triste. Yo diciéndole que si había conseguido ese récord en una maratón, al Cóvid se lo comía con patatas.
Al día siguiente, pasé a saludarle y estaba de pie, pero con los pantalones bajados. No se los habrían abrochado y al incorporarse se le cayeron. Y no podía volver a ponérselos, carecía de la fuerza y la movilidad suficiente para hacerlo. No sé cuánto tiempo llevaría así, sintiendo esa humillación de la incapacidad y la dependencia. Se los subí y se los até. Le dije que ya traían la comida y que todo iba bien. Pero le veía todavía más hundido, con los ojos constantemente húmedos. Quizá se había levantado para volver a correr una maratón, para hacer otro récord memorable. Pero no pudo ni ponerse los pantalones. Cuando me hubiera gustado sacarle al jardín y echar con él unas carreras, o al menos pasear al sol. Pero eso es imposible. Los cóvid son unos apestados, literalmente. Me acuerdo de un curso que dimos de literatura en el que Rafael Reig comparaba al enfermo de La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, con la Metamorfosis de Kafka. Un enfermo es alguien que ha sufrido una metamorfosis y que se ha convertido de repente en cucaracha, es decir, en algo repulsivo para los demás. Yo recuerdo las grandes ideas de Reig, mientras él las olvida. Los cóvid no pueden salir. No pueden ser vistos. Nosotros los vemos pero vamos protegidos como si fuéramos a fumigar. De hecho, nos pasamos el día fumigando vietcong por todos lados. Fumigamos a Cóvid, pero como Cóvid es invisible, parece que fumigamos a los enfermos.
Y fue ayer, entonces, en que, para mi sorpresa dieron el alta a Emilio. Me lo dijo la misma auxiliar a la que había preguntado el día anterior sobre su estado y que me había dicho que si ese hombre no salía del hospital, se moría. Y la placa que le hicimos fue buena. Y la PCR dijo que Cóvid ya no habitaba en Emilio. Hicimos la segunda vuelta de la mañana, la de las comidas. Al acabar, antes de quitarme el súper EPI fui a ver a Emilio. Le encontré de nuevo alicaído. ¿Qué te ha dicho el médico? Pregunté. Que me voy a casa. Pues entonces por qué estás tan triste. Y Emilio lloraba. Me agaché ante el pequeño corredor. Le puse la mano en el hombro y le dije que él era un campeón y que había vencido a Cóvid. Emilio lloraba. No sé si de pena o de agradecimiento o de puro amor a la vida y a los encuentros con astronautas como yo. Marcianos que te ponen la mano en el hombro y que te dicen: “Me alegro de corazón, Emilio. Vas a volver a correr, ya verás, te vas a comer el mundo”.
Y al salir de la habitación, al haberme despedido del pequeño hombre entusiasta, del pequeño hombre tristísimo, era yo quien lloraba. Me eché una carrera por el pasillo vacío. Como llevaba las gafas y la pantalla puesta, y las dos mascarillas, quién iba a saber que el corredor loco del hospital lloraba y corría al mismo tiempo.