(V) Héroes, mascarillas
Ayer Pepa, la jefa, no me reconoció. Fui a firmar tras acabar el turno y me dijo “¿tú quién eres?”, mientras me miraba con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, como si así fuese más fácil penetrar en la identidad de la gente, radiografiarla, digamos, para no abandonar la jerga hospitalaria. El problema es que nunca me había visto sin mascarilla, o sin súper EPI, y eso que habíamos compartido juntos experiencias importantes, como trasladar exitus al mortuorio, ella dando las órdenes y un compañero y yo ejecutándolas desde el interior asfixiante de los súper EPIs. Ya dije que aquí conoces los ojos de la gente, y eso es bueno; y conoces sus voces y sus palabras, y eso es bueno. Pero casi nunca ves los rostros desnudos, y cuando lo haces, a veces resulta imposible transitar desde ciertos ojos y ciertas voces al resto del rostro, como si hubiese una extraña incongruencia entre ellos. Pepa no me reconocía, pero yo a veces tampoco me reconozco.
Ahora escribo después de 6 días de trabajo ininterrumpidos, que han dado mucho de sí. Los días de trabajo no escribo, porque llego a casa sobre las 15:45, me ducho, como (o no) y caigo a continuación derrengado sobre la cama. Me despierto y ya son las 7 y media de la tarde, y el día va pidiendo su despedida. Suelo hacerme una cena más contundente y luego leo o veo una peli. A veces charlo con Lebowski. Hemos reducido mucho la cercanía social que teníamos antes, pero seguimos charlando, nos dejamos pelis, libros, y yo siempre le digo que vaya enseguida a lavarse bien las manos. Cuando está su hijo, el contacto es aún menor. Le dije al pequeño que ahora trabajaba en un hospital y me contestó que era el peor sitio para trabajar en estos momentos. Tiene 9 años. Ya hablaremos, ya.
Pero en cierto sentido tiene razón. Y en otros no. Mateo, el enfermero alto y bueno, ha contraído el Cóvid y está de baja. Cuando yo solicitaba la ayuda de alguien, quien acudía era Mateo. A veces entraba en las habitaciones sin ponerse el súper EPI simplemente porque no da tiempo. Ponerse el súper EPI no lleva menos de 10 minutos, y a veces hay pequeñas urgencias en las habitaciones que no pueden esperar tanto. Así que Mateo ya no está en el pabellón C. Trabajar en un hospi es malo si quieres estar alejado de Cóvid. Pero es bueno porque así puedes conocer a gente como Mateo.
Mateo, como los demás trabajadores del hospital, los que yo conozco, los que yo he visto, con que lo que he hablado, no se consideran héroes. De hecho, ese tema jamás aparece en ninguna conversación. Yo llego al pabellón asignado por Pepa y todo está tranquilo. Hay auxiliares preparando la ropa y el material para la limpieza de los pacientes. En el oficce, otras preparan el desayuno. En la clínica, las enfermeras preparan la medicación y sus carritos llenos de utensilios preciso y preciosos, de enfermería. Luego se decide quién se va a vestir con súper EPIs y quien ayudará desde los pasillos. Cuando se acaba la primera vuelta, desayunamos nosotros, normalmente entre risas y chascarrillos. Luego vienen las comidas y se empieza la segunda vuelta más o menos del mismo modo. En esas vueltas pasan muchas cosas relacionadas con el cuidado de los pacientes. Se mantienen conversaciones, se intenta mantener el humor y las buenas vibraciones. Todas las frases acaban rematadas por un vocativo cariñoso o muy cariñoso. Yo corro por los pasillos, si me ha tocado estar afuera. Hay gente que no se lleva bien y otra que sí. Hay grupitos. En algunos pabellones hay secretas luchas de poder. En otros las luchas no son secretas En los tiempos muertos se habla, sobre todo, de los enfermos, de los turnos, de los hijos, del confinamiento, etcétera. Es decir, nadie habla de héroes. Es la gente de fuera, los medios de comunicación, la España de los balcones, quienes hablan de héroes para conjurar su miedo, supongo, o para conjurar su mala conciencia por haber dejado la sanidad en manos de gánsteres. O porque las sociedades inmaduras necesitan héroes. Dioses. Líderes. Olvidaos. Aquí hay gente vocacional que hace un trabajo extraordinario porque así lo eligieron en su día y no se creen héroes. Agradecen los aplausos, pero no porque sean héroes, sino porque son trabajadores al fin reconocidos. Yo, que soy un advenedizo en el mundo de los hospitales, que hace solo dos meses ni hubiera soñado que iba a trabajar en un hospital, recibo los agradecimientos con vergüenza. Por supuesto no los merezco ni los quiero. Yo admiro el trabajo bien hecho. Admiro a los que desde niños se prepararon y estudiaron mucho para ayudar a los demás. Admiro al personal sanitario y odio a los héroes y a los líderes. Y a Boris Johnson, el ultraliberal que quería dejar morir a los abuelos de Reino Unido, el que ponía la economía por delante de la salud. Sin embargo, el otro día, cuando la sanidad pública británica le había salvado de la muerte, tuve que asentir. El histriónico Boris dijo que el sistema de salud pública del Reino Unido era el corazón del país y estaba impulsado por el amor. Estoy de acuerdo. Añadiría que un presupuesto justo en un sistema justo también le darían un buen impulso. Por eso no me gustan los aplausos de las 8. Muchas aplaudidores han votado una y otra vez por un sistema injusto y unos presupuestos progresivamente injustos.
Yo iba sin mascarilla para que no me reconocieran. Pepa no me reconoció. Pero en ese momento no llevaba mascarilla para pasar desapercibido, para que nadie supiera quién era. Lo hacía porque las mascarillas están racionadas. Las buenas (ffp2 y ffp3) muy racionadas (solo para ponerte el súper EPI) y las quirúrgicas bastante racionadas. En esa jornada ya había gastado tres (2 quirúrgicas y una buena) necesarias para el trabajo que había realizado. Luego ya no había. En el reino donde vive Cóvid, yo iba sin mascarilla porque no había más.
Después de 6 días de trabajo, que en sucesivas entradas os iré relatando con detalle, tengo varios días libres para poner al día este diario. Escribo y afuera llueve como si no hubiera un mañana. Quizá no lo haya. Quién sabe cómo saldremos de esta, qué mundo nos espera a partir de ahora. Pero lo que quiero decir es que las lluvias están dejando el abril más bello que recuerdo. Cuando voy al trabajo, empieza el amanecer: espectáculo, cine. A la vuelta, sin embargo, cruzo muchos campos y dehesas con la Sierra siempre al fondo, con nubes deshilachadas que la cubren y que se rompen en las crestas. El campo está verde, lo juro. Todos los árboles están echando brotes como locos (fresnos, encinas, álamos negros, arces, rebollos), y las flores (hipéricos, arenarias, margaritas, turmeras, centauras) se combinan con el verde intenso de la hierba, pocas veces visto por aquí con este esplendor. Los milanos sobrevuelan la carretera. Es mi ave favorita, porque tiene un movimiento de hombro único, bello y altanero. Más arriba los buitres acechan circularmente. En casa de Lebowski hay mirlos y petirrojos y mosquiteros y, por supuesto, Lúa, la perrita que sube las escaleras hacia atrás y no se pierde un peli. Cuando salen otros perros, ladra como si ella fuera la directora y tuviera que poner orden en ese argumento poco claro.
Los científicos están señalando que el ecocidio al que estamos sometiendo al planeta, la destrucción de los ecosistemas y de la biodiversidad, aumentan nuestra exposición a los virus y a las pandemias. Que si no revertimos la situación, no solo el cambio climático nos hará pedazos, sino que las súperbacterias, los súpervirus, y otras cosas chungas acabarán con nosotros. La naturaleza no nos reconoce tampoco. Ya no somos sus hijos predilectos. Nuestros aplausos le deben parecer el póstumo aletear de una especie extinguida.