(VIII) El Aconcagua
De nuevo estamos Lebowski y yo de charla. Cada uno en su respectivo territorio confinado, cumpliendo a rajatabla las órdenes de alarma. Lebowski harto del encierro forzoso, de ese destierro en propia casa que le prohíbe las calles y los árboles, las soleadas terrazas de antaño. Nunca echamos tanto de menos a la naturaleza, ni la rendimos tanta pleitesía, como cuando era imposible tocarla. Ni sentimos tanta nostalgia por la algarabía de las plazas y los bares como en los tiempos de esta ley seca del contagio. La casa es el refugio. Cuando la casa es la cárcel, no es la casa.
Lebowski hace tele curro y cuida de su hijo, pero cada día le cuesta más soportar la lejanía. Por echar de menos, echa de menos hasta la oficina y el cuñadismo de algunos de sus compas. La vida tal cual era antes. La que quizá ya no vuelva. Porque tenemos más o menos claro que esto no es solo una pandemia, sino el ensayo de una sociedad distinta y quizá disciplinaria.
– En Francia y en Alemania se puede salir a correr, de uno en uno y de manera responsable -dice.
– Pero si tú no corres, Lebo -le digo- solo bebes cerveza y tocas la trompeta.
– Ya, tío, pero con tal de salir de aquí, sería capaz de renunciar a mis principios y echarme unas carreras. Y luego está la líbido -añade.
– Yo la tengo por los suelos –digo- lo cual es conveniente.
– Eso te pasa por tocar muertos -me contesta.
– Es posible –digo.
– De todas maneras, parece que le has tirado los tejos a esa Sonia.
– Son tejos muy leves. Y por internet. No es por nada. Es porque me cae bien. Por ternura.
– Putos románticos – dice.
– Ya, tío.
Estamos tomando una cerveza. Nos separan 4 metros. Es la primera cerveza que me tomo en tres semanas.
– Esto va a durar, colegui – dice- y no va a haber una salida justa. Va a ser como la otra vez: los ricos más ricos y los pobres más jodidos. ¿Todos unidos contra el Cóvid? Los cojones. En Nueva York los ricos se han ido a sus palacios en la costa. Les llevan la comida en helicóptero. El rey de Tailandia está en su mansión francesa con un ejército de concubinas. Aquí te hacen el test más pronto si eres de la élite. Aznar vive en Marbella. Me descojono de todo.
– Es la hora de los aplausos –digo.
– Va a aplaudir Rita.
– Por lo menos podías sacar la trompeta y dedicarme un tema.
– ¿Qué tema?
– El Cóndor pasa, me haría ilusión.
Lebowski se mete en su casa y saca la trompeta. Hace con ella unas pedorretas preliminares, unas notas hoscas y agrias, y luego toca la canción para mí solo.
La música se extiende por el cerro donde vivimos. El vecino de enfrente se asoma a la ventana. Lúa se tiende a los pies del trompetista.
El mejor poeta en lengua castellana de la historia (vale, sí, con permiso de San Juan, Quevedo, Lope, Aleixandre, Gelman, etcétera) no era español, sino cholo peruano. Cholo es como se llama en la zona andina a los amerindios. Durante mucho tiempo tenía una connotación despectiva, criolla. Pero poco a poco se ha ido neutralizando. El año pasado se hicieron famosas las cholitas alpinistas, un grupo de mujeres bolivianas vestidas siempre con sus llamativas polleras. Estas mujeres trabajaban al servicio del turismo de montaña: cocinaban en los campos base, ejercían de porteadoras, de limpiadoras; pero nunca subían ellas a las montañas. Hasta que decidieron hacerlo. Subieron al Aconcagua. No llevaban ropa de montaña tecnológica, sino sus trajes tradicionales. Se han hecho famosas en este mundo nuestro, tan dado a las noticias espectáculo, porque verlas empoderadas nos hace sentir buenos, mejores, guays, desde el sofá de casa.
¿Y qué tiene que ver esto con el Hospital? Pues que la mayoría del personal que trabaja en la limpieza son cholitas. No sólo es un trabajo muy feminizado, sino que además lo ejercen mayormente inmigrantes. Y ahora haré una pregunta malvada, que quizá no se asocie con todo esto que cuento: ¿desde cuándo se han instalado ustedes Telegram en sus móviles? Contesten esa pregunta (en privado, por supuesto, en sus casas, si quieren) y luego junten las piezas de este rompecabezas.
Mi segundo día en el pabellón D. Las limpiadoras ya están haciendo su trabajo. Estas limpiadoras (de las cuales conozco a cinco: tres amerindias, un argentino y una española) están ya dando tralla. Si no estuvieran, en el hospital no se podría trabajar y aquí nadie se curaría. Estas muchachas se tienen que poner súper EPIs y entrar en las habitaciones y limpiarlas. Pero eso no se considera factor de riesgo laboral ni resulta épico ¿Por qué no? No lo sé.
Hay algo muy curioso con las cholitas. Aunque son tratadas con el mismo cariño y respeto que reina en este hospital para todo el mundo, su trabajo es un aparte. Y no porque no se valore, todo el mundo lo valora aquí; sino porque ellas lo hacen como ajenas a la coreografía del resto del personal. ¿Qué quiero decir? Cuando cualquiera sale de las habitaciones, siempre hay un compañero al lado para desinfectarte los zapatos con vietcong, darte otros guantes, echarte en las manos gel hidroalcohólico, ponerte la batea delante para depositar las gafas, ya bien impregnada de alcohol, etcétera. Eso pasa con todo los trabajadores de la escala laboral sanitaria (médicos, enfermeros, auxiliares, celadores) pero casi nunca con las limpiadoras. No es por nada, es porque suelen trabajar solas en las habitaciones y el resto de la gente está siempre haciendo algo. Cuando yo no estoy haciendo nada en concreto, les hago ese servicio a las limpiadoras, que se suelen sorprender de que alguien lo haga. Hay veces en que yo salgo de una habitación y tampoco hay nadie para ayudarme y lo tengo que hacer solo, lo cual es más incómodo y menos seguro. Y lo mismo le puede ocurrir a un enfermero o a un auxiliar. Pero son excepciones. Con las limpiadoras es la regla. El servicio de limpieza está externalizado. Ya sabemos qué suele significar eso. Suele significar peor paga, mayores riesgos laborales y poca capacidad de protesta.
Mi segundo día en el pabellón D, decía. Hacemos todo más o menos como el anterior, solo que ahora yo estoy más tiempo ayudando a Ángels, aunque también ayudo a Ana. Ya dijimos que Reme estaba enferma y por tanto nos falta una persona. Pero sacamos bien el trabajo. También alguna enfermera echa una mano con la limpieza de los pacientes. Ángels es catalana y le gusta decirlo. Llevamos a un paciente al baño y sale el tema. Y Ángels le pregunta que cómo le caen los catalanes. El otro dice, mientras intenta defecar, “pues mira la que han montado” -etcétera- y Ángels contesta: “Pues yo soy catalana y te voy a limpiar el culo.”
Ese día tenemos un alta. Eso siempre es una gran noticia en cualquier pabellón. A mí me emociona mucho. A primera hora, cuando entramos en la habitación del paciente que se marcha, se lo decimos, aunque por supuesto él ya lo sabe, se lo han dicho los doctores el día anterior. Y los tipos están eufóricos, no paran de hablar. Una de las señales inequívocas de que alguien se ha curado es que recupera la voz. No un hilo deficiente y cavernoso y débil de sonidos ininteligibles, sino una voz entera, una voz completa, llena de palabras. Una voz que ha vencido a Cóvid. A media mañana vienen dos de sus hijos a buscarle. Mientras esperan afuera, en la habitación preparamos al paciente, le vestimos, le abrochamos todos los botones de la camisa, la chaqueta, le echamos colonia, le peinamos y le ponemos guapo. Al salir de la habitación se le desinfecta como a todo el mundo, aunque a veces da pena echar vietcong en zapatos de piel. Se le da también una bolsa con guantes y mascarillas. Yo le ato la mascarilla por detrás. El señor no para de dar las gracias a todo el mundo. Aplaudimos. Se me pone la piel de gallina (¿pero no eras un tipo duro?, ¿quién, yo? No creo. Te equivocas de persona. Ese es Lebowski. Te asaltan de nuevo las citas literarias, fragmentos de obras, diálogos. Es lamentable, has dedicado más tiempo de tu vida a leer que a cualquier otra cosa. Y en algún sitio escribiste que la única poesía que vale es aquella que te puedes llevar puesta, sacarla de paseo por la calle. Pero esto que recuerdas ahora ni siquiera es un poema, es el diálogo de una novela de Chandler, el maestro de la novela negra:
“- ¿Cómo un tipo tan duro puede ser a la vez tan tierno?
– Si no fuese duro, no estaría vivo. Si no fuese tierno, no merecería estarlo.”)
Saco al señor en silla de ruedas hasta el coche de los hijos, quienes tampoco dejan de dar las gracias. Le acoplamos en el asiento de atrás. El señor está verdaderamente feliz de ver a sus hijos y de volver a casa. Entro de nuevo. Desinfecto la silla de ruedas con vietcong, bien repartido por todas sus secciones: los tubos, los brazos tapizados, el respaldo, el asiento, las ruedas, lo más importante son las ruedas. La llevo al almacén de sillas, no sé por qué en este pabellón hay tantas sillas. Cuando vuelvo, me dicen las auxiliares que la mujer de ese señor murió de Cóvid. Y que él todavía no lo sabe. Entonces yo tampoco quiero saber, no quiero ver la escena que se producirá en ese coche que se aleja por los viales del hospital. No quiero estar en ese coche. No quiero ver esa escena. Entiendo que solo un artista auténtico sería capaz de verla y de decir algo importante al respecto. Y sin embargo, todos vamos también en ese coche. No, no vamos dentro. Lo vemos desde arriba, como en una toma realizada desde un dron. Se ha detenido en la rotonda. Está a punto de salir a la autopista. Se perderá entre otros muchos coches. Le perderemos de vista, para siempre, en la gran autopista que lleva hasta Madrid. Y no sabremos exactamente qué ha sucedido dentro.
Acaban las cholitas la limpieza. Recogen las bolsas rojas y las bolsas negras. Se van con sus trajes de alpinistas, a cambiarse. El cóndor pasa por encima del pabellón, extiende sus alas negras. Yo me marcho también. Silbo la canción. Me meto las manos en los bolsillos del uniforme, mientras miro al Aconcagua. Me pongo la capucha del anorak, porque no deja de llover en este abril precioso. Me acuerdo de un poema de Vallejo, me lo llevo puesto, lo saco de paseo por la gravilla brillante por la lluvia del hospital. Chejov escucha: “Hay golpes tan fuertes en la vida, yo no sé”. Y asiente a su manera.