(X) El largo adiós
En una entrega del diario, al principio del todo, dije que comía poco, que apenas cocinaba, y, por eso, Lorena y Rimme me trajeron comida. Lorena es española y Rimme es holandés y tienen dos hijos. Me dijeron por wasup que tenían comida para mí, que la dejarían a la puerta de casa según viniesen un día de la compra. Y así fue. Una fuente gigante de empanadillas y un bizcocho gigante de zanahorias. Las empanadillas de bonito son comida de infancia y tienen un efecto proustiano, aparte de estar buenísimas. Como había muchas, las compartí con Lebowski, que se puso muy contento y proustiano. Me duraron dos días, pero podían haberme durado siete. Me di un atracón histórico. El bizcocho me recordó a Esther, que también es holandesa y durante años nos ha deleitado con la repostería del norte y lo seguirá haciendo cuando acabe el encierro.
Hoy es 27 de abril, día X del confinamiento. Lo llamo así porque he perdido definitivamente la cuenta de los días, que es lo peor que le puede suceder a un escritor de diarios, ya que le destruye las convenciones del género. Pero no me voy ahora a poner a contar los días, como veo que hacen otros que escriben en los periódicos, gente rigurosa, metódica y profesional, ya que, además, prefiero que sea un diario sin convenciones.
El caso es que hoy, 27 de abril, Rimme y su hijo han pasado por delante de nuestra casa, de manera totalmente legal, según las nuevas disposiciones del gobierno, que permite salir a los niños acompañados de un progenitor.
Puede que en breve nos dejen salir a todos, para correr o pasear. Si nos dejaran salir a correr, desaparecería uno de los leitmotivs de este diario, un leitmotiv con carga simbólica, claro. Dejaría de tener sentido correr por el hospital, excepto para salvar vidas, como me dice una y otra vez una enfermera veterana que se llama Sole y a quien no le gusta que corra. Otra dice que en un hospital, si alguien corre, es porque pasa algo grave, y que cada vez que me ve correr a punto está de darle un infarto. “Que no corras, Pedro”. Este personaje se llama Flori y ya hablaré de ella más adelante. Recuerdo el día en que puse a correr a todas las enfermeras, incluida Sole. Fue cuando aquella mujer se estaba asfixiando porque el oxígeno de su habitación no funcionaba. Fui corriendo al control de enfermería y grité que la 2.1 estaba muriéndose. Todas las chicas (veteranas en este caso) saltaron como resortes y vinieron corriendo detrás de mí y entraron en la habitación a cuerpo, sin súper EPI ni nada, con el riesgo consiguiente de contagio, con un par de ovarios, a tropel, a lo que salga. Una de las razones de que aquí haya habido tanto sanitarios contagiados es esa. Por supuesto, al principio tampoco abundaban los EPIs, ni las mascarillas, ni se conocía la capacidad de Cóvid para expandirse y quedarse acechante en cualquier superficie. Pero sin duda la impulsividad meridional ha sido un factor a tener en cuenta. En los países del norte, tampoco me atrevo a afirmarlo, ante una emergencia así, quizá los sanitarios se habrían puesto primero el EPI y luego habrían entrado en la habitación, y no solo por seguridad personal, sino también colectiva: si enferman los cuidadores ¿quién curará a los demás? Pura lógica. Pero aquí no es así. Aquí, si hay una emergencia, se entra por las bravas y lo que haga falta. Otro temperamento. Cuando Sole me dice que solo hay que correr si se trata de salvar una vida, pienso en que estoy salvando una vida: la mía. Y no en el sentido literal, sino por aquello que decía de nuevo Reig. Reig cita la famosa reflexión de Camus acerca del suicido y le da una vuelta. Camus se pregunta si la vida merece ser vivida. Y Reig corrige esa pregunta: ¿qué tengo que hacer para que la vida merezca ser vivida? Pues estar en un hospital, Sole, ahora, corriendo por los pasillos para ayudar a los abuelos, para ayudar a las compañeras, para salvar a la sanidad pública, para salvarse a uno mismo. Por eso corro. Por eso corro y no aplaudo.
Así que corro, pero cuando nadie me ve, para no asustar a nadie, en los momentos en que los pasillos están vacíos. Voy con tiento: en cuanto alguien asoma me paro en seco y disimulo con lo que tenga más a mano: un bote de vietcong, una bolsa de basura verde, una cinta desprendida de una bata, el estampado de mi gorro, cualquier cosa. He de decir que tengo gorro molón. Me lo ha conseguido mi cuñado Aquilino, médico internista en otro hospital de Madrid. Hice algunas fotos y mi amiga Amai, médico preventivista de dos hospitales de la Sierra, me dijo que eso era una guarrada. Me ofendí ¿cómo iba a ser mi gorro molón, mi gorro guay, mi gorro súper fashion, una guarrada? Le dije que nos los cubríamos luego con un gorro verde quirúrgico y que los lavamos todos los días. Y ella que no. Los ha prohibido en sus hospitales. Y me digo: si se prohíben en un sitio, que se prohíban en todos. Que salga una circular de la Consejería de Sanidad prohibiendo los gorros molones. Que no jueguen con nuestras ilusiones estéticas, ya que lo hacen tan a la ligera con las éticas. Es una constante antropológica: la obsesión por los atuendos y el embellecimiento personal. Pero aquí cada hospital va a su bola. De hecho, en mi propio hospital, cada pabellón va a su bola.
Lo que sí se pude hacer es correr por la carretera, con el coche y mi sentido de culpa, incluso con el gorro puesto, porque no hay nadie. Todo verde y ni un solo coche a la vista. Todos desaparecidos en un vórtice vírico que se traga los coches. Parece una distopía. Es una distopía. Pero del mismo modo, la normalidad que vivíamos antes, con miles de coches en la carretera, destruyendo la vida, quemando la atmósfera, trayendo el cambio climático hasta nuestras vidas, era la auténtica distopía, la locura que nos ha conducida a esta otra y que presuntamente nos llevará hacia las siguientes. La normalidad es la causa de la pandemia. La normalidad es el infierno. Y no se puede sentir nostalgia del infierno.
Llevo días queriendo que me pare la Guardia Civil, en un control, solo para mostrarles con orgullo mis credenciales sanitarias, mi salvoconducto de trabajador esencial. Nunca me he sentido más importante, nunca lo he sido, probablemente, y nunca lo volveré a ser: una autopista para mí solo en medio del fulgor de abril, con escolta de milanos reales para mí solo, con vacas pastando al pie de las montañas como si un pintor exquisito quisiera obsequiarme con belleza. Una quietud del fin del mundo es lo que veo y, al mismo tiempo, un decorado perfecto e inquietante. Nos hemos ido y todo resplandece. Todos en casa y la vida se alegra. Todos viendo series distópicas mientras surgen las flores, series distópicas que no vivimos realmente. Es decir, sin ser conscientes de estar viviendo en una. ¿Qué personaje somos en ella? Nada, ninguno. Pura ausencia. Y nunca he sido ni seré más importante que cuando entro en una habitación vestido de astronauta y suscito alguna forma de esperanza en un enfermo. Es un poder excesivo, incómodo y malvado. Un emisario del espacio exterior, pensarán los pacientes desde su fiebre, su demencia o su esperanza; un ser superior, un extraterrestre que trae en sus manos el arma perfecta y definitiva: la vacuna. Cuánto siento defraudar esas expectativas. No soy nadie, amigo, no traigo vacuna, no traigo ciencia, traigo el desayuno o una silla de ruedas para llevarte a la oscura sala de los rayos, o una camilla para explorar con máquinas astrales el interior herido de tu cuerpo, tu organismo habitado por universos víricos. En el peor de los casos, una camilla con sudario gris para llevarte a la casa de los muertos. En ese caso no tiene sentido acariciarte ¿Para qué, para felicitar a Cóvid? He perdido el número de los exitus que he llevado al mortuorio. No creo que hayan llegado a diez. Pero solo recuerdo al primero. Lo dijo Eva, la súper jefa: el primer exitus nunca se olvida. Nunca.
Allí está el control de la poli. Me desvían por una salida de la autopista. Un plan perfecto: así nadie puede escapar. Pero yo llevo mis papeles en regla. El guardia me dice que los ponga en el salpicadero, junto al carnet de identidad. Los examina desde fuera forzando un poco la vista. Es la primera vez que no me inquieta la presencia de los uniformados y sus extrañas maneras de actuar, siempre incomprensibles para mí. De hecho, me siento un poco solidario con ellos (qué pasa, camarada, soy un compañero sanitario en lucha contra el bicho chino y antiespañol) Nunca los he entendido: nunca sonríen, siempre están tensos, muchas veces se muestran prepotentes. Todo está correcto, parece. Sin embargo, cuando voy a marcharme, otro guardia que está detrás le dice algo al mío.
-Espera. Mira cómo lleva las luces traseras ese tipo.
Sí, el panel de plástico que las cubre está roto. Mi agente vuelve a acercarse con aire indignado.
-Cuando abran los talleres, llévelo a arreglar. No se puede circular así.
-Ya, pero los talleres están cerrados. Cuando abran lo llevo.
-Seguro que eso estaba roto ya de antes
-Seguro que no.
El caso es que Lorena y Rimme me hicieron un bizcocho. Y que ese día de fiesta para los niños pasaron por casa y yo les devolví los envases perfectamente desinfectados y guardando la distancia de seguridad, cosas que no hicieron algunos padres en esa jornada de reyes magos sobrevenida. Es cierto que todas las fiestas se han suspendido. Cuando suspendieron las Fallas, pensamos que esto era serio. Cuando suspendieron la Semana Santa, supimos que nos enfrentábamos a una hecatombe ¿Cuándo se ha suspendido la Semana Santa en Sevilla? Nunca, jamás. Ni la Feria de Abril. Ni San Isidro. Ni los juegos olímpicos. Ni la liga de fútbol. Algo inmenso y desconocido se nos venía encima si suspendían la liga. Pero, al menos, los niños han tenido la ilusión de los reyes magos de abril y los mayores la maravillosa perspectiva de regresar algún día a la patria de los bares. Eso nos mantiene vivos. Qué exilio más doloroso es este. Max Aub escribió un cuento genial sobre el exilio republicano en México. Allí los republicanos españoles al menos tenían un bar en el que discutir y beber. Porque un español sin bar un es como un náufrago sin isla.
El caso es que el bizcocho de Lorena y Rimme acabó en el pabellón E, donde nunca había estado, el único pabellón que me faltaba por conocer. Eso fue hacia el 10 de abril, 15 días antes de que Rimme y su hijo pasaran por casa. Es decir, eso fue a finales de la Semana Santa no celebrada. ¿Nos situamos ya en el plano temporal del relato? Yo sí.
Desconocía ese pabellón y a su plantilla. Cada vez que voy a un pabellón nuevo he de hacer otra vez el esfuerzo inmenso de empezar de cero, de presentarme, conocer a la plantilla y adaptarme a su forma de trabajar. Es un esfuerzo añadido nada despreciable, especialmente en un tipo tímido como yo. Pero en esta ocasión, a la hora del desayuno, sí tenía un arma secreta que lucir ante las compis: mi bizcocho de zanahorias. Lo puse en común con las auxiliares. Una no lo probó (es muy estricta con las posibilidades de contagio). Otra lo probó y lo elogió. Por supuesto, dije que lo había hecho yo. La tercera me preguntó sobre los ingredientes. Además de un brevísimo sabor a zanahoria, yo no tenía ni idea de que podía llevar aquel bizcocho. La chica dijo que era alérgica a más de 50 alimentos. Tuve que confesar que no lo había hecho yo y que no podía hablar con rigor de los ingredientes. Quedé como lo que soy: un imbécil.
Es un pabellón con pocos enfermos. Hay tres auxiliares y tres enfermeras. Me llevo muy bien con dos enfermeras. Una debe ser de Jaén, por su irreparable sentido del humor. A cierta hora le llaman para llevar unas pruebas al pabellón A. Me dice que tiene que ser a la una y media, que no se nos olvide, que es muy importante. Entonces yo cada vez que paso a su lado le digo: “Una y media”. Y ella hace lo mismo cada vez que me ve: “Una y media”. Esta se llama Patricia. La otra se llama Laura. Laura está toda la mañana ocupada con una paciente, haciéndole todo tipo de cosas. Yo no estoy de EPI, estoy en el pasillo pasando material, lo que ocurre es que el material que exige Laura es todo súper técnico. Estoy fuera con uno de los fisios que ayudan en estas cosas. Los de los fisios es para quitarse el sombrero. Trabajan en otras cosas, haciéndose esenciales en las tareas ingratas de los pasillos, cuando podían estar en su casa cobrando su sueldo igualmente. Me llevo bien con todos y todas. Además aprovecho para preguntarles si esto del brazo es una tendinitis o una contractura. Me tocan el brazo y me dicen “¿duele aquí? ¿Y aquí ¿Y aquí?”… y según mis respuestas, unos me dicen: “Una tendinitis”; y otros: “Una contractura”.
Laura nos pide cosas para esa paciente que está muy malita. Buscamos en la zona de enfermería todos esos cacharros de nombres que dan grima, porque son nombres de hospital. Yo solo reconozco uno: morfina. Quiere finalmente morfina para la paciente. La morfina está bajo llave (bueno, muchas cosas están bajo llave ahora), pero la morfina siempre. Los botes son preciosos, unas miniaturas de color dorado, bruñido y peligroso. Le llevamos la morfina. Se la pone. Viene la doctora de guardia y examina también a la paciente. Llaman a su familia. Una hora más tarde, un hombre y una mujer con mascarilla y guantes de supermercado esperan en el amplio descansillo de la escalera. No hablan. Esperan a la doctora y están preocupados. La doctora aparece y, después de charlar con ellos unos minutos, les acompaña a la habitación de esa mujer extremadamente grave. Es la madre. Les ponen batas, guantes y mascarillas buenas y les hacen entrar. La madre está consciente todavía. Y se despiden. Les veo salir de la habitación, volverse de nuevo hacia dentro y levantar la mano en ese gesto universal de despedida que todos hacemos alguna vez. La doctora se ha ido. Esta solo la enfermera Laura y les dice que su madre no tiene opciones. La mujer llora en silencio. El hombre no tiene maña para quitarse los guantes. Me fijo en sus zapatos. No sé por qué. Zapatos baratos. Aspecto un poco como de oficinista triste. No hay esperanza. Se vuelven hacia mí y me dan las gracias. A mí, que no he hecho nada en todo el proceso. Deben pensar que soy importante. Deben pensar que todos los que estamos en un hospital vestidos de sanitarios, aunque no lo seamos, somos importantes. Ese agradecimiento me sobrepasa. No lo merezco. Andan hacia la salida. Cada poco tiempo se detienen de nuevo junto a Laura y vuelven a hablar y, cada vez que lo hacen, se vuelven de nuevo hacia mí y me dan las gracias de palabra y con gestos también universales de agradecimiento y consternación, algo así como un cerrar de ojos, un fruncir de labios y un impulso de ambas manos hacia arriba. Es todo como una serie con malos actores. Somos malos actores cuando hacemos público nuestro dolor. Somos torpes, como todos los gestos que no son exactamente nuestros, como cuando yo, al principio, les decía a los enfermos palabras que no eran mías, sino de las enfermeras. Somos torpes seres humanos. Llegan hasta la zona del descansillo de la escalera. Laura les habla de quitarle el anillo a la madre. Ellos dicen que lo que se pueda, que da igual. Se meten en el ascensor. Se cierra la puerta automática.
Cuando una persona está claramente crítica, se puede avisar a la familia y pueden venir a despedirse (dos personas). Pero esto ocurre pocas veces. La mayor parte de las veces mueren sin dar efectivas señales de agonía, de noche, en la oscuridad de la habitación, pensando quién sabe qué, recordando quién sabe qué, sintiendo quién sabe qué y con qué intensidad, ese misterio que los vivos nunca podremos penetrar hasta que nos llega la hora. Que nadie puede transmitir. Que nadie conoce ni sospecha.
Vuelvo a pasar por el control. La una y media en todos los relojes. Le digo a Patricia: “Dame esa PCR y me la llevo”. Salgo a los jardines y ya saben: corro, Chéjov, senderos, todo el kit de este diario. Llevo la prueba al pabellón A. Aunque llevo mucho tiempo sin visitar el A, la gente me conoce por mi nombre. Y eso pasa en todo el hospital. Incluso gente con la que nunca he trabajado me conoce por mi nombre. No sé por qué. Por ser nuevo, por ser torpe, por ser un tipo que corre sin ninguna razón para ello, que los asusta sin motivo.
Cuando vuelvo al día siguiente, mi segundo día en el pabellón E, la mujer sigue muy enferma, pero todavía resiste. A la hora del desayuno vuelvo a ofrecer mi bizcocho de zanahorias y solo Rosa vuelve a comerlo. Me consuelo mirando las vistas que se ven desde el hospital: se ve la sierra, se ve la alegría del mundo. El bizcocho de Lorena tiene zanahorias y mandarinas.